De los diez pasos que debían darse para llegar a ser un gran actor, los dos principales los siguieron al pie de la letra Pablo Iglesias y Pablo Casado: hicieron suyo al personaje que representaban en el Congreso y le trasladaron a éste su propia verdad. Por eso triunfaron frente al resto de protagonistas de la obra en varios actos: Investidura.

Ninguno de los dos ha pasado -que se sepa- por el Actor's Studio de Nueva York, pero las enseñanzs básicas que Lee Strasberg trasladó a Marlon Brando, a James Dean, a Marilyn Monroe o a Jane Fonda -y que estableció el ruso Konstantin Stanislawaski hace cien años desde Moscú- las han aprendido a base de ver mucho cine y un poco bastante de teatro, ya sea en la Gran Via madrileña o en el Broadway de Manhattan.

Es casi imposible de separar al ciudadano Pablo Iglesias del actor político Pablo Iglesias. La verdad del líder de Podemos la asume el actor que lo encarna y, a su vez, traslada al personaje su propia verdad como hombre que ha nacido y vive desde la izquierda. Sin fisuras durante su media hora de aparición sobre el escenario del Congreso supo imprimir el tono adecuado a cada escena hasta terminar con un esplendoroso y explosivo final. Rompió todos los secretos de las negociaciones, expuso ante millones de espectadores las miserias de los grandes sillones y dejó al protagonista principal de la obra oscurecido y pidiendo a gritos un cambio de escena y de actor al que darle la réplica.

El secundario de lujo que era y es -por ahora y a la espera de futuras obras electorales- Pablo Casado, que ha logrado imprimir a un personaje tan difícil como el suyo la credibilidad que le faltaba cuando hace un año tuvo que aceptar deprisa y corriendo el papel que abandonó Mariano Rajoy sin muchas explicaciones.

Rivera, el más aspirante de todos los aspirantes a encabezar el elenco de los adversarios del protagonista, fracasó

El presidente del PP se ha despojado de los artificios de los primeros meses, de ese impulso de querer ocupar un escenario demasiado grande y de intentar representar varios papeles al mismo tiempo, lo que le llevó a que el público -el suyo y el del resto de los españoles- le viera actuar más en plan de comedia ligera y apta para todos los públicos, que en el drama -con toques de humor como exige todo buen guión de novela negra- en el que se desenvuelve su partido.

El más aspirante de todos los aspirantes a encabezar el elenco de los adversarios del protagonista fracasó. Albert Rivera puso a su personaje por encima de él, le dejó que le dominara, que le arrastrara con su lenguaje y la credibilidad se esfumó delante de todos los espectadores, de los que se sentaban en el hemiciclo y de los que seguían cada capítulo por televisión. Resultó tan impostado, con tanta ausencia de frescura y de verdad en su papel que, cuando él mismo se dio cuenta e intentó rectificar reclamando un futuro a sus admiradores/votantes, era tarde. Su telón se lo había bajado aquel al que intentó acorralar en el escenario sin conseguirlo.

Y Santiago Abascal, al que le faltan tables y recursos. Ha asumido su propio personaje, que le lleva al histrionismo con suma facilidad. Consigue buenas frases, pese a su imitación del vasco Anasagasti, pero el tono declamativo y el texto que le han preparado más parece propio de una tragedia griega como Las suplicantes de Esquilo que de un drama moderno como el que se ha representado en el Congreso.

Del resto de los protagonistas de la obra cabe decir que Gabriel Rufián estuvo aseado e incluso por momentos creíble y eficaz en su papel; que Aitor Esteban mantuvo con sobriedad el papel de vasco que siempre les ha tocado representar a sus antecesores; y que aquellos que como Joan Baldoví o Laura Borrás tenían apenas una frase, la dijeron sin mucha convicción e hicieron un discreto mutis hacia sus escaños.