En este Día de Europa volveremos a escuchar que el proyecto europeo es garantía de paz. Volveremos a leer que el comercio es la mejor manera de evitar las guerras que devastaron el continente hasta mediado el siglo XX. Algún experto nos recordará lo importante de la Declaración Schuman y habrá loas a los valores y al modelo social europeo. Nos advertirán de los peligros del nacionalismo, agazapado durante décadas en algunos países y despierto ya sin complejos en todos. Ahora que tenemos un partido euroescéptico como Dios manda, los tertulianos hablarán de Europa como antídoto y nos animarán a votar en esas elecciones europeas de las que nadie habla. 

Este enfoque bienintencionado tiene un pequeño problema y es que no sirve absolutamente para nada, si acaso para reafirmar la posición de europeístas convencidos. Te leo, me lees, nos leemos. Ningún proyecto político puede basar su existencia en el pasado. La razón de ser de la Unión Europea no es una guerra que acabó hace 75 años ni unos valores que tienen vocación universal. La Unión Europea tiene sentido porque la necesitamos para afrontar los retos de hoy y porque su destrucción amenazaría nuestro bienestar.

El mundo se transforma vertiginosamente, sin una dirección clara y sin tiempo de adaptación. Los ciudadanos tienen miedo al futuro, a que sus condiciones de vida y las de sus hijos empeoren. Por eso muchos se refugian en lo conocido y piden muros reales o legales que impidan la entrada de personas y productos más competitivos. Exigen al Estado protección y a la Unión Europea que no moleste.

El valor de la Unión Europea ya no se calcula sólo por lo que aporta sino por lo que costaría destruirla

Europa vive en el eterno retorno del déficit democrático. Populistas a derecha e izquierda critican el proyecto europeo con medias verdades por no dar respuesta a las preocupaciones de la gente. Describen la Unión Europea como una realidad ajena, como un grupo de poder reunido en salas oscuras tomando decisiones sin tener en cuenta nuestra opinión.

Aunque compleja, la Unión Europea es un sistema democrático como el que más. Desde hace 40 años, los ciudadanos eligen un Parlamento Europeo que ha ganado poder cada vez que se han modificado los tratados. Ahora examina y puede aprobar o vetar al presidente de la Comisión Europea y a cada uno de los comisarios. Negocia en pie de igualdad con el Consejo las directivas que entrarán en la legislación de los estados. En el Consejo están representados todos los gobiernos nacionales, elegidos democráticamente por sus ciudadanos. La Unión Europea presenta exactamente los mismos desafíos que los otros niveles de la democracia representativa. Cuando no nos gusta un alcalde votamos a otro, nadie pide la disolución del Ayuntamiento.   

El valor de la Unión Europea ya no se calcula sólo por lo que aporta sino por lo que costaría destruirla, empezando por el precio al que cobran la incertidumbre los inversores. Cómo estará yendo el brexit que hasta Marine Le Pen pliega velas y ya no quiere la salida de Francia sino descafeinar la Unión Europea desde dentro. Vox ha tomado nota de su socia y se limita a copiar críticas a las élites y a Soros, sin saber muy bien quién es. Ni una palabra de salir del euro y mucho menos de la Unión. En el extremo contrario, Podemos aprendió de sus amigos griegos que se puede vestir de socialdemócrata sin corbata y que las cumbres salen mejor jugando que rompiendo la baraja.

La UE sólo podrá sobrevivir demostrando su utilidad: nunca podrá competir con las identidades nacionales

La Unión Europea encadena 15 años de crisis existenciales y ha salido airosa de todas ellas. El fracaso de la Constitución de 2005 se saldó con una reforma de los tratados en 2007. La crisis económica de 2008 dio más poder a la Comisión y no acabó con el euro. La crisis migratoria de 2015 se palió pactando con Turquía. Ningún país puede afrontar en solitario la lucha contra el cambio climático, los desafíos comerciales de Estados Unidos y China o la inmigración, con su doble vertiente de desarrollo y seguridad. La Unión Europea es el sistema político más sofisticado para gestionar la tensión entre democracia y globalización mediante una extensión de la primera más allá de las fronteras nacionales y una domesticación de la segunda a través de un uso inteligente de la política comercial y de competencia. 

Criticar a la Unión Europea es una necesidad; ponerla en peligro, una temeridad. No hay mejor campaña europeísta que el brexit, tragicomedia de soluciones fáciles que no son soluciones. El brexit nos recuerda de forma cruda la utilidad original del proyecto europeo: un mercado único con libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales. No hay menú a la carta, las cuatro libertades son indivisibles porque son la esencia del invento. El Reino Unido está aprendiendo a las duras que una salida tumba como fichas de dominó aspectos de la organización social en los que nadie había pensado antes (aviso a navegantes indepes con espíritu crítico).

En este renacer de los nacionalismos, la Unión Europea sólo podrá sobrevivir demostrando su utilidad para dar respuesta a los temores de la sociedad. Nunca podrá competir con las identidades nacionales ni ganar la guerra de la propaganda al populismo. Tendrá que cultivar el apoyo social a base de resultados y como aliada de los estados encontrando soluciones. Atrás quedaron los tiempos de las constituciones y la retórica federalista. Ha llegado la hora de bajar a la realidad y construir un europeísmo pragmático y eficaz, que no olvide el pasado pero que se centre en el futuro, que no olvide las grandes ideas pero que sirva para mejorar la vida de los ciudadanos de manera concreta y para convencerles de que la alternativa es el caos. La Unión Europea gustará más o menos, pero fuera hace mucho frío.

*** Josep Verdejo es periodista.