Tras superar el canto de las sirenas, Ulises tuvo que navegar entre Escila y Caribdis en su camino de regreso a Ítaca. La primera era un monstruo espantoso que atraía a las naves, astillándolas y lanzándolas hacia su compañero Caribdis, un peligroso torbellino que se tragaba cuanto estuviese a su alcance.

Al igual que la nave de Ulises, el proyecto de Europa navega hoy entre dos peligros, amenazado por el soberanismo intransigente de las naciones, que impide avanzar en la unión política, y por el nacionalismo étnico de las regiones, que puede desintegrar el proyecto. Y también es posible que la salvación del proyecto europeo tenga puntos en común con quien socorrió en su naufragio al protagonista de la Odisea: Ulises superó el escollo gracias a las simpatías que sentía por él Atenea, diosa protectora también, curiosamente, de Atenas, la primera ciudad modélica para Occidente, la polis griega donde se inventó la democracia.

Estos dos peligros, si bien contrapuestos en el seno de los Estados, son en buena medida complementarios cuando nos situamos en el ámbito europeo, pues ambos suponen un obstáculo a la Unión Europea. Esta coincidencia de intereses entre modelos teóricamente opuestos explica por qué un personaje con las ideas y los objetivos tan claros como Steve Bannon incluye entre sus "héroes" -por emplear sus palabras- a "nacionalistas de Estado", como Orban o Marine Le Pen, al mismo tiempo que se implica a fondo en el proyecto de "resucitar la Europa de los pueblos" de la mano de "nacionalistas de región" como Matteo Salvini.  Ciertamente, en su versión más extrema, ambos proyectos pueden unirse gracias a una suerte de afinidades electivas: los partidarios del Estado-Nación y los partidarios de las regiones que quieren ser Nación-Estado comparten el mismo sueño de destruir Europa

La situación recuerda la que analizó Alexis de Tocqueville. En su época, el papel de Escila y Caribdis lo desempeñaban, respectivamente, las tendencias nostálgicas del Antiguo Régimen y unos impulsos democráticos no menos despóticos, todavía no bien articulados. Pocos años antes de que Tocqueville naciera, la democracia había acabado con la vida de gran parte de su familia —entre ellos el gran Malesherbes, a quien el haber protegido de forma muy activa a los enciclopedistas no lo salvó de la guillotina—, así que no es de extrañar su recelo hacia los regímenes de libertades mal diseñados.

Tocqueville propuso la autonomía local como forma de protegerse de la "tiranía de la mayoría"

Tocqueville observó que la democracia, además de reforzar el individualismo, también potencia el poder central frente al local y amenaza con provocar una situación de uniformidad que puede dar lugar al despotismo. Veía el poder democrático como un despotismo especial, caracterizado como un poder difuso, invisible y ubicuo que se impone a la vez en el gobierno, en la administración y en la opinión pública. Tocqueville propuso medidas para protegerse de esta "tiranía de la mayoría". Entre otras, se declaró partidario de la autonomía local, de una descentralización administrativa y de una sociedad civil autoorganizada, pluralista e independiente. En otras palabras: Tocqueville volvió a descubrir el valor de la polis como origen y garante de la democracia.

Es decir: la ciudad como solución. 

Nadie ha concedido tanto valor político al municipio como este pensador francés. En la ciudad cristaliza ese "poder intermedio" que al mismo tiempo que modera el poder del monarca, dificultando que se convierta en déspota, educa al pueblo en la ciudadanía, estimulando su participación en la vida pública y mitigando así su tendencia a ejercer la tiranía.

Las conclusiones de Tocqueville resultan ser una guía muy recomendable para que la Europa actual consiga sortear los escollos y salvarse del naufragio. 

Atascada por los intereses de los soberanos, representados por la Europa de las Naciones, y amenazada de desintegración por los intereses de los pueblos, representados por la Europa de las Regiones, a Europa le queda jugar la carta de la Europa de las Ciudades

Filósofos y sociólogos señalan que el mundo se va a configurar como una red de "ciudades globales"

Por fortuna, en los debates sobre el diseño del mundo del siglo XXI, la ciudad empieza a tener el protagonismo que merece. Urbanistas, filósofos y sociólogos señalan que el mundo se va a configurar como una red de "ciudades globales". Recientemente (1917), Bruce Katz, vicepresidente de la Brookings Institution, ha publicado un ensayo titulado The new localism. How cities can thrive in the age of populism, en el que la vieja receta de Tocqueville vuelve a ponerse sobre la mesa, en este caso como el mejor remedio para fortalecer una forma de hacer política que sirva de antídoto a las pulsiones populistas tan poderosas como las del brexit, el trumpismo o países como Hungría o Polonia.

Apostar por la ciudad es la solución cuando la amenaza es el populismo y la tiranía. La ciudad es la escuela donde podemos aprender a ser auténticos ciudadanos, domando nuestro individualismo, como observó Tocqueville, o como dirían los griegos, a no ser etimológicamente "idiotas", pues recuérdese de dónde deriva la palabra idiotes: identificaba a aquella persona que no se ocupaba de los asuntos públicos, sino sólo de sus intereses privados. 

En la ciudad es donde una buena política puede ser capaz de construir espacios de tolerancia y civismo que resistan el vendaval del populismo. Por eso, en ese "grado cero" de la experiencia política que es la ciudad, es donde radica la esperanza de una Europa integrada por ciudadanos libres e iguales, que siga creciendo en cohesión política y solidaridad.

Esta apuesta por la ciudad empieza a vislumbrarse como la solución más viable al problema catalán. Barcelona como punto de encuentro donde trabajar por intereses compartidos superando las diferencias. La política de la Ciudad reclamando en Europa el protagonismo que hasta ahora ha tenido Estados y Regiones. Será bueno que cuajase este nuevo paradigma.

*** Pedro Gómez Carrizo es editor.