Escribir sobre el artículo del domingo Nadal, un ejemplo de mierda es mi primer gran fracaso en esta industria. Me gustaría explicar el malentendido con parte de los lectores utilizando alguna idea brillante pero me resulta imposible abstraerme de estas frases que me desnudan. Desactivar ahora lo que consideré ingenioso hace unas horas es tan triste. Los clicks y los insultos los he enseñado a los más íntimos como un botín tintineante. Desgraciadamente ya se diluye por la lección de humildad enviada desde Facebook, la granja donde engordamos digitalmente a adultos con links mientras pagamos peaje a Zuckerberg. Nos arrienda el entretenimiento de sus productos, a ver si pinchan compulsivamente sobre cualquier enlace.

Al ver la imagen del deportista ayudando en las labores de limpieza después de la riada de Mallorca tardé menos de un segundo en desechar la posibilidad del postureo. Me considero, dentro de unos márgenes, una persona lo suficientemente normal: fue sorprendente la reacción de algunos tratando de desarmar su solidaridad tachándola de marketing. Tampoco me quiero poner estupendo, pero preferí escribir sobre el vertedero reflejando esa perplejidad.

El párrafo anterior es una obviedad lo suficientemente amplia como para guardar en ella todos los trofeos que haya ganado Rafa Nadal a lo largo de su trayectoria, incluido este mismo, el de repeler la ironía. Debe ser la única persona del país –quizá de Occidente– que disfrute de esta impunidad, un jefe de Estado encubierto. Me alegra ver cómo el público ha hecho propios sus esfuerzos, con lo divertido que es ver a un tipo golpear bolas durante horas, desechando la posibilidad de centrarse en la aburrida tarea de mejorar la compresión lectora. Es broma, ojo.

Por ahí iban mis exageraciones acompañando con su trote cada palada heroica de barro que retiraba la gran estrella. A las ironías las vi de lejos tambalearse un poco borrachas de éxito. El frágil estilo brillaba sobre la tarima de las noticias más leídas de este diario. Nadal es excelente. Por mi parte, es probable que no hubiera hecho lo mismo en su lugar. Este fracaso estrepitoso lo recordaré siempre durante las noches en la redacción, cuando revise, copie y pegue teletipos, mendigando tercios en la terraza de Richelieu los martes.