En Imperiofobia y leyenda negra (2016), María Elvira Roca Barea defiende la obra imperial de España. Su renombre habría sido infamado por la imperiofobia o aversión a los imperios, un supuesto racismo "hacia arriba, idéntico en esencia al racismo hacia abajo". No obstante, la simetría del argumento soslaya algún detalle. De los más de doce millones de africanos llevados a la fuerza al Nuevo Mundo, una sexta parte acabó en los virreinatos españoles. Roca Barea ignora este incómodo asunto.

No es la única en hacerlo. Nuestro país, tan proclive a dedicar calles y estatuas a negreros, aún no ha erigido un monumento a las víctimas de la esclavitud transatlántica. El éxito de Imperiofobia… muestra hasta qué punto hemos olvidado esta ignominia. Defendiendo el honor patrio, la autora desperdicia la oportunidad de utilizar nuestra historia para abordar problemas tan acuciantes como el racismo. Un mal, por cierto, que solo se da hacia abajo, cuando al prejuicio étnico/racial se suma el poder discriminar.

Roca Barea afirma que el contacto con el otro no llevó a los españoles a desarrollar teorías racistas, sino derecho de Indias. Sin embargo, lo segundo incluía lo primero. Consulten el índice de la Política indiana (1648) de Solórzano y Pereyra. Letra E: "Esclavitud de los negros, y cómo se puede practicar, y justificar, libro 2, capítulo 1". Esta institución se mantuvo en territorio español de América desde 1501 hasta 1886. Qué paradoja para un país nada racista.

Centrándose en la cuestión indígena, Roca Barea convierte la leyenda negra en una leyenda blanca. Según Imperiofobia…, el mestizaje demostraría la falta de racismo del imperio español (en contraposición al británico). Una creencia naif. Durante la conquista/invasión, el sometimiento sexual fue lo común. Lean la célebre carta de Miguel de Cuneo (1495), donde explica cómo apalizó y forzó a una indígena que Colón le había "regalado". O el capítulo CXXXV de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632) de Bernal Díaz del Castillo: las mujeres de los vencidos formaban parte del botín de guerra. Una vez consolidada la América virreinal, muchas mujeres indígenas fueron relegadas al concubinato. Quien podía la dejaba y se casaba con una española blanca, como hizo el padre del Inca Garcilaso.

Toda crítica al legado español desde la Hispanoamérica blanca debería acompañarse de una autocrítica

Indígenas y sobre todo negros ocuparon lugares subalternos en las sociedades del Nuevo Mundo (minería, plantaciones, servicio doméstico), con pocas excepciones. Los criollos estaban mejor posicionados, aunque no podían acceder a los cargos más altos en la Corte e Iglesia virreinales. Tras las independencias, las élites criollas mantuvieron la opresión sobre los grupos racializados. Por tanto, toda crítica al legado español desde la Hispanoamérica blanca debería acompañarse de una autocrítica. Pocos la hacen.

Ni españoles ni descendientes de criollos deberíamos eludir la cuestión del sufrimiento humano. El relativismo histórico ayuda a entender que los imperios y la dominación no tenían el mismo sentido en el siglo XVI que en el XXI. Por eso no comparto la denuncia podemita del 12 de octubre como día de genocidio. Pero no vayamos al extremo de reivindicar procesos que hoy nos horrorizarían. Si estudiáramos la historia en vez de negarla, identificaríamos el origen de prejuicios que aún colean.

Sirva de ejemplo el tópico de la inferioridad intelectual de los criollos/indígenas. Adviertan el reproche en el prefacio a la Philosophia Thomistica (1688) del autor peruano Juan de Espinosa Medrano: "Los europeos sospechan seriamente que los estudios de los hombres del Nuevo Mundo son bárbaros". Hay quejas parecidas en la obra del escritor novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora. Ambos son luminarias del Barroco de Indias.

El desdén intelectual hacia los hispanoamericanos ha desaparecido del mundo literario. Pero persiste en otros ámbitos. Una anestesióloga dominicana me comenta que algunos pacientes españoles quedan demudados cuando oyen su acento. El prejuicio asoma incluso entre latinos. Una mujer boliviana con fuerte dolor de muelas y débil autoestima racial le soltó a mi odontólogo: "No he venido a España para que me atienda un boliviano".

La relación entre españoles e hispanoamericanos es más tóxica de lo que suele pensarse

Doctorandos hispanos me transmiten su decepción con la universidad española. El común denominador es la condescendencia ofensiva: personal que les trata como si fueran menores de edad; profesores que dicen tener alumnos primermundistas o tercermundistas; estudiantes que utilizan palabras como "panchito" o "sudaca" y parodian la pronunciación de compañeros colombianos. Cuando estos revelan su nacionalidad, llueven chistes sobre cocaína. Una actitud anclada en la pereza intelectual de quien repite tópicos.

Todos los entrevistados coinciden en dos puntos. El primero: los latinos deben hacer un plus para demostrar sus aptitudes en España. Con frecuencia, ni siquiera este esfuerzo es suficiente para superar las suspicacias. Cito el reciente artículo de Luis Racionero sobre Barcelona: "Tener un primer teniente de alcalde foráneo [léase: argentino] no ayuda a inspirar confianza a una ciudad". No está mal para un exdirector de la Biblioteca Nacional de España.

El segundo punto: las mujeres latinas (en especial indígenas/afrodescendientes) sufren formas de racismo específicas. De nuevo, hay que remontarse al pasado para entender los prejuicios actuales. Como destaca Francisca Noguerol, la imagen de la indígena lasciva es frecuente en las crónicas de Indias. Por ejemplo, Gonzalo Fernández de Oviedo utiliza este reclamo para atraer pobladores a América. Repasen sus consideraciones sobre la anatomía femenina en el capítulo X del Sumario de la historia natural de las Indias (1526). Otras crónicas relacionan el calor del trópico con la –supuesta– sexualidad desaforada de sus habitantes. Además, no era insólito acusar de promiscuidad a esclavas negras violadas.

¿Les suena el cliché de la mujer latina de sangre caliente? El tópico, hoy promovido por los medios, el reguetón y la pornografía, está muy extendido. Cualquier lector que haya tenido pareja latina me entenderá, pues a uno le hacen preguntas del tipo: "¿Es verdad que son más fogosas?". Como si la latinidad explicara el comportamiento sexual uniforme de millones de mujeres. Y por supuesto, solo nos quieren por nuestro dinero y los papeles. Operamos bajo esta mentalidad: ¿Quién viviría en Hispanoamérica pudiendo hacerlo en España?

Luego nos extraña que nuestra noción de Hispanidad –un clásico del repertorio diplomático español, recurrente en discursos del Rey– sea poco atractiva al otro lado del Atlántico. La relación entre españoles e hispanoamericanos es más tóxica de lo que suele pensarse. Los latinos deben afrontar numerosos prejuicios para prosperar en España. Las dificultades se agravan si la clase social es baja y/o el color de piel oscuro. El empresario José Matías Vilaclara apostilla: "No existe una idea real de solidaridad política ni económica. La Hispanidad es un gran hecho cultural, familiar y sentimental, pero no pasa de ahí". No lo hará hasta que no revisemos los pilares racistas sobre los que se construyó, aún bien visibles.

*** Luis Castellví Laukamp es doctor en literatura española por la Universidad de Cambridge.