El clasismo es un sentimiento de superioridad respecto de las personas que se sitúan en estratos sociales inferiores. Es un sentimiento propio de sociedades aristocráticas. Solemos verlo en películas y series de televisión ambientadas en la sociedad victoriana de mediados del siglo XIX y principios del XX, como la deliciosa Dawnton Abbey. Hoy en día, pese a la existencia de ciertos núcleos elitistas y endogámicos, podemos afirmar que dichos prejuicios sociales han sido superados y en España hay una gran movilidad y permeabilidad social.

Mitigado ese clasismo elitista y recluido a espacios muy exclusivos de las grandes capitales españolas, observamos, sin embargo, la aparición de otro tipo de clasismo de nuevo cuño, es el que podemos denominar como “clasismo inverso”. Este es un sentimiento de superioridad que ya no tienen las élites económicas respecto de las personas de estrato humilde, sino que reside en las mentes y en los corazones de los políticos y colectivos de ultra izquierda. En virtud de este “clasismo inverso” se trastocan los esquemas valorativos y en ciertos sectores se alojan sentimientos de superioridad respecto de las clases medias-altas, a los que tildan de pijos, señoritos o casta.

Ello les lleva a despreciar a las personas de éxito, a quienes estudian en un colegio privado, tienen carrera o un máster en una institución prestigiosa. De esta manera, los méritos devienen deméritos pero, sobre todo, los deméritos devienen meritorios. Por este extraño mecanismo psicológico, estar en el paro, ser un ni-ni o un vividor de la asistencia gubernamental, se convierten en algo digno de encomio, en un activo curricular. Por el contrario, tener una carrera exitosa, ganar dinero y vivir emancipado del gobierno, pasan a ser algo indigno, algo inmerecido o –cuando menos sospechoso.

Este “clasismo inverso” tira de la sociedad hacia abajo. Al valorarse más el fracaso que el éxito se baja el nivel. Quien fracasa aparece como víctima del sistema, mientras que las personas exitosas pasan a ser sospechosas. Esta concepción de la sociedad diluye la responsabilidad sobre los propios actos pues –según este esquema mental la situación de postración social no obedece a las decisiones tomadas por uno mismo sino a estructuras de explotación exógenas, impuestas. El fracasado (entendido como aquél que está insatisfecho con su situación socio-económica pero que tampoco está dispuesto a hacer nada por mejorarla) no es responsable de su fracaso, sin embargo, la persona de éxito aparece como culpable de sus logros, que ya no son consecuencia de su trabajo, tesón y esfuerzo, sino de méritos ilegítimos e injustos, fruto de dinámicas de dominación.

Este “clasismo inverso” tira de la sociedad hacia abajo. Al valorarse más el fracaso que el éxito se baja el nivel. Quien fracasa aparece como víctima del sistema

De este modo, se tiende a la igualación por abajo. Destacar está mal visto y vivir de los subsidios ya no es una dávida que agradecer ni un estigma social del que uno ha de tratar de escapar, sino un derecho a disfrutar a perpetuidad. El concepto élite es despreciado y es reflejo de una sociedad que reniega de la excelencia. Cuando el centro de admiración ya no son las personas que triunfan, quienes se han esforzado y progresado, sino que pasan a serlo los inadaptados y quienes no aspiran a mejorar, ni a crecer por sus propios medios, sino simplemente a ser mantenidos por el gobierno por el mero hecho de haber nacido, entonces, las dinámicas que han hecho progresar a la humanidad quedan paralizadas. La envidia destructiva pasa a sustituir a la emulación generadora.

La sociedad ya no premia el éxito, que ha de ser ocultado para no resultar ofensivo. Por eso hay que evitar las comparaciones, evitar las pruebas objetivas, la medición de resultados. Un síntoma de dicho paradigma es que los niños hoy ya no tienen que ganar la competición para hacerse con una medalla, todos salen premiados.

Esta victimización de quienes han decidido quedar rezagados, bien alimentada por medios de comunicación y partidos políticos, acaba por producir un sentimiento de culpabilidad entre las personas exitosas, quienes tratan de tranquilizar su conciencia cebando el crecimiento de la sociedad subsidiada. Esa victimización a su vez genera el resentimiento y la envidia que acaban por producir ese “clasismo inverso” del que hacen gala muchos líderes de izquierdas. Un desprecio visceral al de arriba que no sirve de acicate ni de estímulo, sino que actúa de lastre al impedir el deseado despegue social.

*** Javier Jové Sandoval es abogado.