A base de sobrevivir sin hacer ningún esfuerzo de pensamiento, ni el más mínimo intento de debatir, el PP ha llegado a una situación extrema: cualquiera que diga algo será tenido por un traidor, será reo de muerte civil. Así, cuando Aznar se ha atrevido a afirmar que es necesario reconstruir el espacio del centro derecha, lo único que ha conseguido, además de un variado florilegio de insultos a cargo de gentes a sueldo, es la respuesta absolutamente contradictoria de un Rajoy empeñado en vender el libro de sus éxitos, mientras todos los demás callan o aplauden tímidamente la sapiencia del gallego al que consideran tan vilmente derrocado.

Los que no acepten tan estricta ascesis política, ciudadanos corrientes y gente que nunca hará carrera en ese PP, pueden preguntarse por la realidad subyacente a dos juicios tan incompatibles, pero eso es algo vedado a quienes profesan el exigente ideal cerveriano-marianil de no disputar. No es un argumento ad hominem, pero los que deseen averiguar lo que hay detrás de una divergencia de tal calibre en el diagnóstico pueden escoger entre hacer caso al que creó el centro derecha, y lo llevó al poder, o a quien lo condujo a perder unos cuantos millones de votos, los que se fueron de Ciudadanos y los de quienes se quedaron en casa, y eso a pesar de ganar las elecciones como gustan de repetir algunos obtusos.

El PP no ha sido nunca un partido muy discutidor, pero si eso pudo ser medianamente disculpable en racha de ascenso, no serlo ahora se convierte en una desventaja feroz cuando el partido se desmorona, porque la salud no requiere demasiado diagnóstico, pero la enfermedad sí. Es normal que este PP en trance de ruina y K.O. por una moción que no supo prever ni manejar, pase unos días en estado de sumo desconcierto. Pero como crean que todo su problema se puede abordar con solvencia con un cambio de caras, con una solución tutelada por Génova, como quien se levanta del suelo y se sacude el polvo después de una caída muy tonta, están listos.

Hace falta que el partido se haga cargo de la verdadera raíz de sus males y eso es imposible sin debatir, no hay manera de taparlo a base de una unidad impostada y sin el menor atractivo para nadie, salvo para la minoría bien organizada que la orqueste desde Génova. La causa de la enorme desafección de sus electores, y eso lo dijo Aznar el otro día con meridiana claridad, no está en los electores, sino en que el partido se ha olvidado de ellos.

Este PP de Rajoy ha querido fundar su fuerza en el puro mal menor, vivir del miedo a una izquierda 'maligna'

Los partidos no son propiedad de sus dirigentes, sino de los ciudadanos que les dan fuerza y vitalidad, son sus únicos órganos de participación, su manera de hacer una democracia. Es evidente que, para esa tarea tan difícil e ingente, los partidos no son instrumentos demasiado finos ni fiables, pero cuando se olvidan por completo de esa misión esencial, y el PP lo ha hecho ad nauseam, les pasa lo que dice la leyenda africana de los elefantes, que siguen de píe, pero ya están muertos.

Este PP de Rajoy ha querido fundar su fuerza en el puro mal menor, ha querido vivir del miedo a una izquierda maligna, y por eso ha tenido tanto interés en que pareciese que Podemos podía triunfar, y ha pensado que ese temor de buena parte de los electores, junto con el divide et impera que imponía esa estrategia, le otorgaba crédito suficiente para hacer cualquier cosa con solo mantener su unidad, aunque fuere a costa del vacío.

Al actuar de ese modo, al prohibir sañudamente cualquier síntoma de debate entre sus cuadros, toda supuesta división, al arrojar a las tinieblas a liberales y conservadores, como estableció Rajoy en Valencia, al rechazar a cualquiera que dijese algo distinto al torpe argumentario de la rutina, el PP se convirtió en un mausoleo silencioso, pero cada vez menos impresionante.

El problema está en que esa ausencia de pluralismo interior, de debate político, conlleva inevitablemente dos efectos perversos: la desafección de quienes sí creen en algo que está más allá de las consignas y del reparto del botín, y, en segundo lugar, la sospecha, algo muy fácil de entender: si en el PP no se hace ninguna clase de política, si no discuten de nada ni sobre nada, ¿a qué se dedican? La respuesta a esa pregunta tan elemental la han ido dando algunos periodistas decentes y los escasos terminales del Estado, jueces y policías, que los partidos no han llegado a controlar por completo.

Es muy posible que se esté cerrando un ciclo histórico en el centro derecha español que comenzó en 1989

El resultado para el PP ha sido desastroso, su manera de desposeer a la política de cualquier clase de interés, de la más mínima apariencia de debate ideológico, de disputa abierta y democrática en su interior, ha facilitado enormemente que gran parte de sus electores acaben por aceptar una imagen terrible del partido como mafia, como banda, como algo enteramente ajeno a sus intereses, pero, sobre todo, a sus ideales.

Con la nobilísima excusa de la presunción de inocencia, el PP ha defendido lo indefendible, no ha sabido reconocer en los errores de particulares los efectos de una cultura política nefasta, de una organización interna y una forma de entender la disciplina que ha favorecido a los más corruptos, a quienes han acabado por arruinar completamente la imagen de un partido que ha permitido que crezca la sensación de no ocuparse de otra cosa que de parecer lo que no era. Respecto al caso Bárcenas, por poner un ejemplo cualquiera, Rajoy declaró inicialmente que estaba siendo objeto de un chantaje, para afirmar luego que hay que consolar a los amigos. Es posible que esas flagrantes contradicciones se perdonen una vez, pero la repetición casi incesante de explicaciones tan inverosímiles se ha vuelto insoportable.

Es evidente que España necesita un gran partido en el que se apoyen los ciudadanos que prefieran la libertad al estatismo, la responsabilidad personal a la indulgencia burocrática, la competencia vigorosa al proteccionismo, la justicia sin matices al uso alternativo del derecho, la igualdad de todos al privilegio de algunos. Es obvio que ese partido ya no existe. Cabe temer que el PP actual no sepa hacer lo que se necesita para volver a ser lo que fue, lo que pudo ser. Si se conforman con los afeites estéticos, si vuelven a elegir a oscuras a sus líderes, si no abren de par en par las ventanas para que la transparencia inspire confianza, podrán prolongar por un tiempo la larga agonía que padecen y de la que han pretendido olvidarse estando en un gobierno sin sostén suficiente.

Es muy posible que se esté cerrando un ciclo histórico en el centro derecha español, que se acabe de mala manera la gran marcha que comenzó en 1989 con la transformación de una Alianza Popular estancada en un Partido Popular que fue capaz de ganar elecciones y de gobernar 15 de los 22 años que nos separan de 1996. Lo que es seguro es que un partido empeñado en que su política sea el silencio, su unidad la pura disciplina y su única ideología el disfrute del poder, no tiene ya nada que decir a los españoles de 2018, y por eso, en el fondo, el Congreso de los Diputados ha preferido que gobierne otro.

*** José Luis González Quirós es profesor de filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Dirigente de UCD y del CDS, fue fundador y primer director de 'Cuadernos de pensamiento político', revista editada por la fundación FAES.