Palomo Linares murió convertido en un bon vivant. El moreno perenne, los colores chillones, la melena blanca encajaban en las páginas del corazón que describían sus curvas familiares. No era exactamente ambición. La mirada alucinada no se le caía con la edad.



Las pupilas llameaban igual que cuando escapó del oficio de zapatero en Linares. Dentro de aquel anciano aún existía el adolescente desenfadado, punk, beatle, que le plantó cara al sistema junto al Cordobés, imantado por la revolución, contagiado de sí mismo.



De los cuadros que pintaba en sus últimos años al atillo que cogió para huir por las tapias de las ganaderías con ocho años no hay mucha diferencia. Palomo siempre tuvo un fuego interior que lo impulsó a salir sin mirar atrás, derrapando, vertiginoso.

Lo tuvo claro desde niño, cuando avisó a un ganadero en su propia casa de que no le mataría ninguna corrida, dando por seguro que sería figura. Lo cumplió de novillero. No se redujo ante Paco Camino en el programa Directísimo de José María Íñigo, que lo llamó “mushasho” delante de toda España y casi se agarran en directo.



Al separarlos, fuera de cámara, se escuchó un murmullo de golpes. “Ahora me lo dices fuera”, saltó el de Jaén como un gato sobre el clasicismo venenoso de Camino. Saltaban chispas más allá de los patios de cuadrillas, cuando el toreo era una competición en tiempos en los que la hombría no era un defecto.

Cuando hicimos el homenaje en el circuito del Jarama nos dimos cuenta de la magnitud de su persona y siempre estaremos agradecidos





Durmió en los soportales de Carabanchel, cuando la Oportunidad era el hueso al que se agarraban los hambrientos. Los Lozano lo vieron venir de lejos y junto a ellos labró un imperio que dilapidó en cuanto pudo. La finca de Aranjuez fue su paraíso. Eso es la grandeza: ser figura del toreo para acumular deudas en el banco y vivir de prestado.

Lo aislaron en Alcurrucén para que no saliera adelante lo suyo con Marisol, que se conocieron después de haber grabado juntos una película. En los tiempos en que las relaciones pivotaban en torno a un teléfono fijo era fácil poner diques alrededor. El pollo, la piña, “comía agua”, la melena al viento de los años de la guerrilla, la delgadez, la cara chupada, la cintura.

La travesura más sonada fue la de cortar el último rabo en Las Ventas con parte de la afición en contra y el ninguneo de la crítica. Hasta cesaron al presidente y 45 años después el palco todavía está pagando aquella decisión, con un criterio acomplejado y contradictorio. Después fue a México e hizo lo mismo. Ahí queda el récord. Envejeció al abrigo de esa marca, con Madrid asaltada.

Cuando hicimos el homenaje en el circuito del Jarama nos dimos cuenta de la magnitud de su persona y siempre estaremos agradecidos





El día que descubrieron su azulejo no sacó la mano del bolsillo. Estoy seguro de que acariciaba el recuerdo, le daba vueltas, se estaba despidiendo. Se fue a los dos años sin cumplir los 70 y con el orgullo de ser el último matador en sostener el tercer trofeo en la capital del toreo. Cigarrón no se le resistió, como la vida.