1 de octubre en cualquier lugar de Cataluña. No quería que me lo contasen, ni unos ni otros, por eso a las 8 de la mañana estaba en la esquina del colegio electoral de mi barrio. Había unas 200 personas, y poco a poco iba llegando más gente de todas las edades, sólo uno se arropa en la estelada, pero alguien le indica que se la quite y lo hace. Hay gente también en el patio del colegio, la puerta está cerrada, pero se encaraman en la verja. Son jóvenes; algunos, niños.

Una pareja de mossos d'Esquadra está en la esquina opuesta a la mía. No hacen nada, miran al infinito. Una joven se acerca a darle dos claveles blancos, que no rechazan, pero acto seguido los dejan en un banco cercano. Una madre con sus dos hijos pequeños, de entre 5 y 7 años, se acerca a la puerta del colegio. Los niños sacan unos instrumentos de música y se ponen a tocar Els Segadors. La gente se calla, escucha, uno de los mossos comenta que le parece emocionante; yo no doy crédito a tal comentario.

Por medio de megáfonos organizan el comienzo de la votación. Piden a los niños y a la gente mayor que se coloque en la puerta, que se forme un pasillo que proteja a los que van a votar. Hay hasta un octogenario con una silla que se ha traído de casa. Se forma una fila considerable de gente dispuesta a votar. Se comenta que se puede hacer sin sobre, en cualquier colegio y con cualquier papeleta que se hayan traído de casa. Todos consultan las redes sociales para tener información.

¿No han sido sus propios padres quienes les han colocado en la puerta del colegio sin pensar en su integridad?

Me encuentro mucha gente conocida, me miran con perplejidad, les comento que he venido a verlo porque no quiero que me lo cuenten. Parece que les sorprende gratamente, me comentan la emoción que han sentido cuando, de madrugada, han llegado las urnas. Yo callo.

Sólo quedan dos minutos para que se abra el colegio, reconozco que no entiendo la pasividad de los mossos y que empiezo a indignarme. De pronto alguien avisa de que viene la policía.

Unos cinco furgones de la Nacional avanzan por la calle. Se deshace la fila y se forma una piña en la puerta del colegio. La gente sale a los balcones, la policía se despliega en silencio, comienzan los gritos de “asesinos”, “hijos de puta” y ”votaremos”. Se intentan acercar a la puerta del colegio, les increpan, les tiran agua. Aguantan impertérritos.

La gente forma una cadena abrazándose unos a otros para que no entren en el colegio. Los agentes disparan al aire, los niños se asustan y lloran y entonces la gente les insulta porque no tienen vergüenza, “¿no veis que hay niños?”. Y yo me pregunto, ¿qué hacen aquí estos niños? ¿No han sido sus propios padres quienes les han colocado en la puerta del colegio sin pensar en su integridad? Nuevamente siento vergüenza.

Los agentes no miran a la cara de los que, sin ningún pudor, se les colocan delante para insultarles

Vienen más furgones, salen rápidamente los policías y se avivan los insultos, las consignas, los gritos. Algunos empiezan a correr, no sé muy bien por qué. Aumenta la tensión. Y entonces, por primera vez en mi vida, me identifico con el carnet profesional ante el inspector al mando interesándome por si puede haber problemas. Me indica que tienen orden de no cargar, pero me ofrece un asiento en un vehículo si la cosa se pone fea. Se lo agradezco, pero estoy como espectadora y no tengo intención de molestarles en su trabajo. Me mantengo fuera del cordón policial.

La policía se mueve rápido. Algunos agentes forman un cordón protegiendo los vehículos e impidiendo el paso de la gente mientras el resto entra en el colegio a retirar las urnas y las papeletas. Y sí, hay un herido. La gente grita con fuerza que son "asesinos", y vuelven los insultos. Comentan que es "violencia" ante un "acto democrático".

De entre el tumulto sale mi madre, catalana y firme defensora del hecho diferencial, pero no independentista. Indignada me comenta que bastante había aguantado ya el policía al energúmeno que le escupía, insultaba y empujaba, y textualmente dice: “Antes le hubiera dado yo”.

Los agentes no miran a la cara de los que, sin ningún pudor, se les colocan delante para insultarles, reclamándoles respeto a la "democracia", recriminándoles su "opresión", señalándoles como "invasores". Son muchos, jóvenes, mayores, hombres y mujeres que sin reparo se colocan a escasos centímetros de los policías para increparles con todo lo que se les pasa por la cabeza.

Incautadas las urnas se despeja la zona. Aquí no se votará. La policía se desplaza a otro punto conflictivo

Delante de mí un hombre descarga su ira verbal frente a un agente que desvía la mirada y ni se inmuta externamente; supongo que por dentro debe llevar la procesión. Cuando el individuo se cansa y se marcha, el policía me mira y no puedo reprimirme, vuelvo a sacar el carnet profesional, se lo exhibo al tiempo que le digo lo orgullosa que estoy de ellos. Sorprendido me sonríe y me da las gracias.

Incautadas las urnas se despeja la zona. Aquí no se votará. La policía se desplaza a otro punto conflictivo, y yo, después de dos horas de formar parte de la triste actualidad que nos ha tocado vivir en Cataluña, también me voy.

Siento indignación por lo que he tenido que escuchar, estupor por la ira que gran parte de la gente rezumaba, cierto temor por lo que pueda pasar mañana -y quien dice mañana dice de ahora en adelante-. Estoy convencida de que mi versión no será la que cuente la gente, porque no ofrece el victimismo buscado, pero yo estuve ahí, y esto es lo que viví.

*** Olga Bautista Camarero es magistrada y miembro de la Asociación de Jueces Francisco de Vitoria.