Hasta hace unos cuantos años Anantapur no existía. Era un pueblo invisible. No aparecía en ninguna guía y mucho menos turística. Incluso en los libros del país era imposible leer su nombre y si tenías la suerte de localizarlo en alguno estaba en letras tan pequeñas que se diluían, como por sortilegio, a la segunda mirada. Hasta hace muy poco este pueblo era poco más que una mota de polvo que si hubiera volado de la noche a la mañana nadie lo habría echado en falta: ni había ni hay palacios, templos o naturaleza alguna que lleven a una agencia de viajes a recomendarte que te pierdas por este lugar remoto del estado de Andhra Pradesh, en el sureste de la India, el país de las mil y una noches que sin embargo no guardó magia alguna para este lugar reseco, pobre y perdido.

Hasta que llegó Vicente Ferrer.

Hasta que llegó Vicente Ferrer en 1969 para enfrentarse a la pobreza absoluta, para ayudar a los que nunca recibieron ayuda, para decirles a los intocables, a los pobres de los pobres, que ellos también tenían derecho a vivir y a vivir con dignidad. Y lo hizo desde una pequeña casa que le dejó una organización protestante y en la que sólo había una mesa, una silla, una máquina de escribir y un mensaje en la pared: "Espera un milagro". Siempre recordaba esa frase y lo que pensó nada más leerla: que no había milagro que esperar, que había que salir a buscarlo, que era una locura pero que había que intentarlo.

Desde entonces, Anantapur es el centro de un gran milagro, del milagro de la vida. Un lugar de peregrinaje. Sus monumentos van más allá de los templos, los palacios y la naturaleza salvaje que te dejan sin aliento. Su poder de convocatoria radica en que allí vivió Vicente, el hombre que caminaba debajo de un paraguas, y allí sigue estando su obra infinita; una obra que sigue creciendo con él aunque ya no esté. Anna y Moncho Ferrer -la esposa y compañera inseparable y el hijo que continúa, sobre el terreno, con la obra de su padre- se encargan de que su sueño no se acabe nunca. Y esto sí que te deja sin aliento.

Es a este milagro, entre real e imaginario, donde año tras año viajamos miles de españoles para darnos cuenta de que es imaginario porque parece no existir y a la vez es real porque está repleto de seres de carne y hueso que se pegan a nuestra piel y ya nunca nos abandonan. Viajamos y seguiremos viajando para disfrutar de algo único e irrepetible que sin embargo no aparece en libro alguno: la simple mirada de un niño, la mirada de miles de niños, la esperanza creciente que albergan sus ojos; la palabra futuro que ya pueden deletrear ellos y sus familias, la palabra libertad que también pueden escribir miles de mujeres que hasta hace poco no eran mucho más que esclavas, la palabra esperanza que coreada por unos y otros delimita los contornos de este milagro llamado Anantapur.

Y ha sido visitando este pueblo llamado milagro como Josefa, Nieves, Vicente y Francisco han perdido la vida mientras buscaban el sueño de Vicente Ferrer.

“QUEDA TANTO POR HACER”

“Viajaban todos los años”, me dice entre lágrimas Jordi Folgado, director general de la Fundación Vicente Ferrer y sobrino del hombre que forjó esta utopía. Como muchos otros padrinos y benefactores iban allí para ver a sus apadrinados, a las mujeres que están luchando para conseguir realmente la igualdad en un mundo que les es tan adverso; para ver sus hospitales y clínicas rurales, sus centros de planificación familiar; también sus colegios y los centros preuniversitarios donde se les prepara para llegar hasta donde su capacidad se lo permita; y para ver sin falta sus centros especiales para invidentes, para sordos, para discapacitados físicos y psíquicos...

Una madrina española en el centro de planificación familiar de la Fundación, cerca de Anantapur.

Recuerdo que hasta 2009, año de su muerte, estos viajes acababan siempre con una larga charla con Vicente Ferrer. Era el colofón. Te sentabas con él y te enseñaba su libro de los sueños. “Queda tanto por hacer”, era la frase que utilizaba mientras abría su gran libreta apaisada de la que nunca se separaba y te la enseñaba. Iba uno por uno desgranando los proyectos que tenía por delante la Fundación y al oírle estabas convencido de que todos los sueños almacenados en esas páginas iban a convertirse en realidad, como había ocurrido antes, como había ocurrido siempre. Uno por uno.

LA INMENSIDAD DE SU ALMA

Soñaba con más casas, escuelas, hospitales, trabajo. Soñaba también con una India en la que no hubiera un solo niño sin escolarizar, ni una sola mujer esclavizada. Y lo decía como si el futuro le perteneciera, como si aún tuviera todo el tiempo del mundo para hacer realidad todos los días el milagro de los panes y los peces.

A Vicente Ferrer le gustaba, y a Anna y Moncho también, que se viera todo lo que se estaba haciendo para que quienes pasábamos por allí fuéramos los mejores embajadores de este sueño. Como hemos hecho muchos, Josefa, Nieves, Vicente y Francisco habrán visitado en alguna ocasión, a buen seguro, las casas de nuestros apadrinados; también sus campos, sus pozos de agua, su árboles frutales… Les habrán enseñado sus calificaciones de la escuela, sus libros, sus cuadernos de deberes impolutos, sus lapiceros de colores, su corazón desbocado de alegría… Serían capaces de enseñarnos la inmensidad de su alma si se lo pidiéramos. Y siempre la hondura de su mirada crepuscular.

Todos en la familia somos padrinos que seguimos buscamos permanentemente el sueño de Vicente. Tenemos un buen número de ahijados que cada poco nos cuentan su vida. Hemos visitado a muchos allí para ver cómo les va, para abrazarles, para reír con ellos, para llorar también si es necesario. Fue siempre una experiencia enriquecedora para nosotros, porque éramos nosotros los afortunados, los que teníamos la suerte de estar a su lado… Nada hay en casa de lo que nos sintamos más orgullosos que de ser padrinos de la Fundación Vicente Ferrer. Nada. Hemos pasado por muchas vicisitudes con ellos. Algunos pasaron toda su vida adolescente con nosotros y ahora ya están trabajando, otros andan intentando ingresar en la universidad y algunos ya están dentro, otros incluso se han casado y alguno ha fallecido.

Recuerdo especialmente a Lakshmidevi y la maravillosa sonrisa que tenía en la fotografía que me envió cuando ya estaba aquejada de una enfermedad incurable; ahí sentada, en la puerta de su casa, su rostro era el de la niña más feliz del universo. Y recuerdo con mucho dolor el día que la Fundación me comunicó su muerte.

Todo esto y mucho más se llevan por delante Josefa, Nieves, Vicente y Francisco. Seguro que en sus mochilas desparramadas horas después por la carretera india donde han perdido trágicamente la vida cargaban las sonrisas del día anterior, los últimos abrazos, los últimos besos, las palabras de despedida hasta el año que viene, la esperanza de un próximo encuentro…