¿Por qué me he sumado a la creo que ya multitudinaria petición al ministerio de Asuntos Exteriores para conceder la Medalla al Mérito Civil para Ignacio Echeverría?

Por ética

Por estética

Por el más elemental sentido de conservación

Espero que el punto a) y b) se expliquen tan por sí solos que no haga falta incidir en ellos. El punto c) también podría parecer que se explica solo, pero, atención. Vamos a ver. La noche anterior a que dieran oficialmente por muerto a Ignacio, yo, periodista y persona humana al fin y al cabo, veía el mundo en pantalla partida. Una parte de mí estaba en la cama, acurrucada junto a mi hija de once años, viendo juntas una película antes de dormir. Mientras disfrutaba de la película y de la confiada y tierna cercanía de su cuerpecito, de esa sensación inefable de seguridad de sabernos juntas y creernos a salvo de todo peligro y de todo mal, yo no podía evitar otear disimuladamente la pantalla de mi móvil. No al acecho de los mensajes de ningún novio, no. Estaba atenta a si se sabía algo de Ignacio.

No sé si es el momento o el lugar de decir lo que muchos pensamos sobre las verdaderas razones que pueden haber impulsado al gobierno de su no siempre tan graciosa Majestad a retrasar inhumanamente –hago mía la verdad como un puño que soltó el ministro…- la identificación final de Ignacio y el duelo de una familia clavada a un dolor que ni el de Antígona de Tebas. No sé si es el momento o el lugar de preguntarse si hay algún error que ocultar, alguna traza de fuego involuntariamente amigo, en el joven y noble cadáver.

Sí es el momento y el lugar de decir, como le dijo Ulises de Ítaca a Hécuba de Troya, que aquellos pueblos y civilizaciones que negligen el honrar a sus héroes son los primeros en sucumbir. Y bien sucumbidos están. Ignacio Echeverría estaba en ese maldito puente a la hora de la verdad. Lejos de pensar en sí mismo lo primero, lejos de huir para ponerse a salvo, plantó cara a lo que había, en defensa de una mujer a la que no conocía de nada. Excepto que era su hermana en Humanidad.

¿He mencionado ya que la noche antes del reconocimiento oficial de la tragedia de Ignacio Echeverría, yo estaba acurrucada con mi hija de once años, viendo una película? Esa película era Evasión o victoria, vagamente, que no del todo, basada en hechos reales. Narra la epopeya de un grupo de presos en campos de concentración nazis que acaban formando un equipo de fútbol destinado a enfrentarse a un equipo alemán. La idea de Berlín es prístina: enfrentar a sus superhombres bien cebados a un grupo de prisioneros en desventaja física, con el árbitro amañado además, y darles un baño de juego sucio y de propaganda.

No sin grandes dudas y broncas internas, los aliados acaban aceptando el órdago con ánimo de fugarse en masa durante la media parte del partido, que se disputa en París. Ya están todos en el vestuario, ya tienen un pie en el túnel excavado a toda velocidad por la Resistencia cuando a alguien se le ocurre: “¿Y si nos quedamos y les ganamos?”. En ese momento, los alemanes se imponen por 4 a 1, y los aliados juegan con diez hombres...

Pues van y se quedan. Y logran remontar y empatar milagrosamente el partido. La operación de propaganda nazi sale redondamente por la culata, con el estadio entero puesto en pie, gritando “Victoire!, cantando a pleno pulmón La Marsellesa y arrojándose todos al campo para envolver en la multitud a los jugadores aliados y ponerlos a salvo… Imagínense a Ignacio Echeverría multiplicado primero por once y después por decenas de miles. Imagínense la emoción y la épica de ganar la Champions, elevada no a la ene, sino a la pura y dura eternidad.

Les decía que esa película está vagamente basada en hechos reales porque la historia real, que no me apetece contarles hoy, fue bastante más triste. Como es triste que no haya habido un milagro de última hora para Ignacio. Pero, si no nos pueden devolver a Ignacio vivo, que nos dejen honrar a nuestro héroe. Pues hacen falta muchos héroes, muchos Ignacios, para darle la vuelta al partido suciamente amañado del terrorismo. Victoire!