La historia es caprichosa. La agenda del presidente Putin para la noche del pasado lunes 19 de diciembre incluía asistir a la representación teatral de El mal de la razón, una comedia clásica rusa y la obra más conocida de Alexandr Griboyédov, embajador ruso en Teherán asesinado allí en el ejercicio de su cargo en 1829.

Como es natural, las noticias que llegaban de Ankara obligaron a modificar la agenda de Putin, y con ello el asesinato de un embajador ruso en Oriente Próximo dejaba en segundo plano la obra teatral de otro embajador ruso asesinado en la misma región.

También se dice -se dijo mucho en la noche del lunes- que la Historia está condenada a repetirse. Por unas horas, las redes se inundaron de referencias a 1914; por un momento, el diplomático Karlov transfiguró en el archiduque Francisco Fernando y el joven policía Mevlüt Mert Altintas, en el activista serbio Gavrilo Princip. Ankara parecía Sarajevo.

Sin embargo, si la Tercera Guerra Mundial está por llegar, no empezará así. Las relaciones entre dos grandes de la geopolítica mundial como son Rusia y Turquía atraviesan estas semanas su mejor momento en muchas décadas, y este asesinato ha venido a reforzar, más que a dañar, esta alianza.

Tras el fallido golpe de Estado, el primer mandatario en interesarse por Erdogan fue Putin, dos días antes que Obama

No siempre fue así: Erdogan fue desde casi el principio de la guerra de Siria uno de los más claros opositores al mantenimiento de Assad en el poder, mientras que es conocido el apoyo ruso al bando oficialista. En septiembre de 2015, Rusia decidía involucrarse activamente en la guerra para darle un empujón hacia la victoria que el régimen necesitaba imperiosamente; el mismo Erdogan apoyaba al Frente al Nusra, la milicia islamista rebelde vinculada a Al Qaeda.

La enemistad llegó a su punto más alto con el derribo del caza ruso el 24 de noviembre de 2015 después de que entrara en el espacio aéreo turco. Entonces Erdogan, siempre en la necesidad de mostrarse fuerte en el exterior ante sus ciudadanos, dijo que Turquía estaba en su derecho y que no pediría disculpas a Rusia.

Pero si las apariencias son importantes, las alianzas lo son más. Pasado un tiempo preventivo y sufriendo Turquía unas dolorosas sanciones rusas a varios sectores, en especial el turístico, Erdogan se disculpó públicamente y visitó Moscú en junio del presente año. Cuando parte del Ejército turco intentó dar un golpe de Estado contra el presidente y falló el 15 de julio, el primer mandatario en interesarse por Erdogan y su Gobierno fue Putin, al día siguiente. Obama tardó dos días más.

Los dos países, amigos de las conspiraciones, asumen que hay alguien detrás de la mano de Altintas

Ahora, tras este último incidente, ambos afirman categóricamente que las relaciones bilaterales no pueden más que fortalecerse y se han mostrado dispuestos a colaborar para esclarecer la autoría del atentado -puesto que asumen que hay alguien detrás que dirigía la mano de Altintas-.

Amigos los dos Gobiernos de las conspiraciones, que ayudan a legitimar un poder cada vez más autocrático tanto en Rusia como en Turquía, el zar y el sultán se han lanzado a buscar enemigos a quienes culpar. Desde Rusia se insinuaba la implicación de la OTAN; Turquía ha acusado -como viene siendo habitual- al clérigo Gülen y al resto de las “fuerzas oscuras”, es decir, el PKK y Daesh, tres actores que nada tienen que ver entre ellos y en ocasiones incluso se enfrentarían, pero todos enemigos de Erdogan.

La realidad podría ser mucho menos complicada. Altintas es el clásico hijo del sistema turco, gobernado desde hace casi dos décadas -y por primera vez en la Historia de la república turca moderna- por un partido islamista. Joven, de educación religiosa conservadora, originario de la provincia y miembro de unas crecientes y politizadas fuerzas de seguridad, constituye uno de los paradigmas del votante de Erdogan, que por supuesto ha alimentado a esta clase social incipiente.

Un Kurdistán autónomo en Siria supondría una gran victoria también para los kurdos del lado turco de la frontera

Y son precisamente los seguidores de Erdogan -las piadosas y conservadoras clases medias- los que se han manifestado repetidas veces frente a la embajada y consulado rusos en Turquía en protesta contra la intervención rusa responsable de la muerte de musulmanes en Alepo. Un monstruo, el del nacionalismo mezclado con un sunismo devoto, que se manifiesta en los gritos de venganza de Altintas y su marcada inspiración religiosa.

Sin embargo, hoy Erdogan es consciente de que le conviene que Assad continúe en el poder, mientras que el mundo comprende que efectivamente Assad va a seguir gobernando Siria, en especial después de la toma de Alepo, un golpe casi definitivo a los rebeldes. Sabe que, a pesar de que no se haya enfrentado con los kurdos sirios -la prioridad era derrotar a los rebeldes-, Assad no es un amigo de la autonomía kurda.

Un Kurdistán autónomo en Siria supondría una gran victoria también para los kurdos del lado turco de la frontera, algo que Turquía no puede admitir. Erdogan tiene una guerra abierta con los kurdos -ya sean sirios o turcos- y, cuando los rebeldes hayan sido derrotados, los dos presidentes se unirán para aplastar el Kurdistán. Rusia, histórica aliada de un pueblo siempre orientado hacia el marxismo en su lucha por la independencia, podría sin duda sacrificar ese peón.

Turquía volverá a sentarse con la UE en una posición más poderosa contando con el apoyo de Rusia y la pasividad de EE.UU.

La incertidumbre se han disipado cuando, tras la reunión trilateral entre los ministros de Asuntos Exteriores de Rusia, Turquía e Irán en Moscú, los tres países han cerrado filas en torno a dos aspectos clave: su lucha contra el terrorismo -que tiene muchas más implicaciones que solamente eso, puesto que legitima la represión interna en estos países- y la defensa inapelable de la integridad territorial de la Siria posbélica bajo la batuta de Assad.

De manera que ¿quién pierde con el asesinato del embajador Karlov? Con una Rusia musculosa y que arde en deseos de demostrar al mundo que sigue siendo una potencia, y dado que Turquía ha acabado desencantada con la Unión Europea y se aleja cada vez más de sus antiguos socios occidentales, quienes tienen que temer las consecuencias del atentado son los socios de la UE.

Sobre todo cuando el próximo 20 de enero, en menos de un mes, habrá un nuevo inquilino en la Casa Blanca y con él entrarán nuevas simpatías por Putin al Despacho Oval. Si Turquía insiste en relacionar el atentado con Gülen, Rusia podría apoyarla en su petición de extradición del clérigo a EE.UU., algo que Trump no tendría motivos para impedir. Por otro lado, queda claro que esos actores que se reúnen en Moscú para acordar los términos de la paz en Siria lo hacen conscientes de que son quienes tienen la sartén por el mango en el futuro de un Oriente Próximo del que EE.UU. está en retirada.

Turquía no cometerá el error de forzar su salida de OTAN ni podrá desligarse del todo de Occidente, todavía su principal socio comercial; su estratégica y delicada posición geográfica obligan a jugar, como siempre ha hecho, con varias barajas. Lo que sí está claro es que volverá a sentarse con la UE en una posición mucho más poderosa contando con el apoyo de Rusia y la -quién sabe con Trump- pasividad de EE.UU.

Por todo ello, se puede afirmar que el centro de exposiciones de Ankara no será el nuevo Puente Latino de Sarajevo; no habrá una Tercera Guerra Mundial. Pero prepárense para más, porque los que pierden con la muerte del embajador ruso en Turquía no son, como podría pensarse, ni los rusos ni los turcos: somos los europeos.

*** Blas Moreno es graduado en Relaciones Internacionales y miembro de la dirección de la revista 'El Orden Mundial en el siglo XXI'.