La brutal agresión sufrida este jueves por el periodista de EL ESPAÑOL José Ismael Martínez en el campus de la Universidad de Navarra supone un ataque frontal contra la libertad de prensa y la democracia.
Pero no es un hecho aislado ni casual. Es la consecuencia directa de años de señalamientos sistemáticos contra el periodismo independiente. De tolerancia complaciente con la violencia callejera de la extrema izquierda abertzale. De mirar a otro lado mientras esta crece a ojos vista.
En la sesión del Congreso de los Diputados del pasado 23 de octubre, la portavoz de EH Bildu Mertxe Aizpurua enumeró una larga lista de presuntos episodios de violencia ultraderechista:
"Fascistas en Gasteiz, ultras en la Universidad de Barcelona, cacerías nazis en Torre Pacheco, franquistas en Ferraz, neofascistas, encapuchados amenazando en vídeos y matones ultras desahuciando. Señor Sánchez, lo estamos viendo".
Aizpurua exigió ese día "medidas firmes" contra la "extrema derecha" y pidió que las instituciones "acaben con los espacios de impunidad de los que gozan el franquismo y el fascismo español".
Ayer, en Navarra, Martínez fue acorralado, derribado a patadas y golpeado salvajemente por encapuchados mientras cumplía con su labor profesional: informar.
Llevaba su acreditación visible, se identificó como periodista. Nada importó. Los violentos que le gritaban "deja de grabar, hijo de puta" sabían perfectamente a quién agredían.
Y eligieron hacerlo porque llevan años escuchando que ciertos periodistas son el enemigo.
Esta violencia tiene nombre: kale borroka. Durante décadas, la violencia callejera de los cachorros de ETA fue el instrumento de la izquierda radical vasca para atemorizar, perseguir y silenciar a quienes pensaban diferente. Hoy ha vuelto, con el mismo modus operandi y los mismos objetivos.
La Policía Nacional ha informado a EL ESPAÑOL que el retorno de la kale borroka es ya una realidad en las calles del País Vasco y de Navarra.
Los encapuchados proetarras que tomaron ayer la Universidad de Navarra, exactamente diecisiete años después del último atentado de ETA contra la institución, no son espontáneos. Son la manifestación más brutal de una cultura política que nunca condenó el terrorismo y que sigue legitimando la violencia cuando esta sirve a sus fines.
No puede sorprender que esto ocurra cuando desde el Congreso de los Diputados, Mertxe Aizpurua, la misma que señaló objetivos a ETA desde las páginas de Egin, la misma que tituló Ortega Lara vuelve a la cárcel tras 532 días de secuestro, se erige ahora en censora de "cacerías", "señalamientos" y "matones ultras", sin que el presidente del Gobierno le dirija un solo reproche.
Cuando el poder político convierte al periodismo en diana, cuando les niega la condición de profesionales y los degrada a "agitadores" o "tabloides", está abriendo la puerta a que otros den el siguiente paso.
Los violentos de ayer en Pamplona lo dieron. Creyeron, o quisieron creer, que podían agredir impunemente a un periodista porque desde las tribunas del Congreso llevan años diciéndoles que ciertos medios no merecen respeto.
La Universidad de Navarra debe investigar exhaustivamente estos hechos y facilitar toda la colaboración a las Fuerzas de Seguridad. Las asociaciones de la prensa, algunas de ellas muy rápidas en condenar a meros agitadores irrelevantes, deben denunciar estos hechos con la contundencia que merecen.
Los responsables materiales deben, por su parte, ser identificados, detenidos y puestos a disposición judicial.
Pero EL ESPAÑOL también quiere exigir responsabilidad, no a los partidos que han justificado la violencia etarra y que siguen hoy homenajeando a asesinos, sino a quienes los blanquean por el único motivo de que necesitan sus votos.
Hay quien dirá que Vito Quiles es un provocador. Puede serlo. Pero Quiles nunca ha agredido a nadie.
En cambio, quienes dicen luchar contra "su fascismo", quienes se presentan como antifascistas, golpearon ayer brutalmente a un periodista indefenso, que además no tiene nada que ver con Vito Quiles, por el simple hecho de grabar su manifestación ilegal.
Esa es la diferencia entre la palabra y el puño, entre la democracia y la barbarie.
José Ismael Martínez terminó tirado en el suelo, cubriéndose la cabeza mientras recibía patadas. Es la imagen más honesta de lo que ocurre cuando se normaliza el señalamiento, cuando se legitima a quienes nunca condenaron el terrorismo, cuando el poder político degrada al periodismo independiente.
Cuando se siembra violencia desde las instituciones, tarde o temprano acaba cristalizando en la calle.
