Menos de un día después de que se restableciera el servicio ferroviario en la línea del AVE Madrid-Andalucía, tras la avería que suspendió la circulación en la noche de lunes y afectó a 15.000 usuarios, se ha vivido otra jornada de caos en el transporte español.

Una incidencia en el control de pasaportes ha colapsado este miércoles el aeropuerto de Madrid-Barajas. La combinación de un fallo informático, la elevada afluencia de viajeros y un menor número de policías de lo habitual ha hecho que se formasen colas de cientos de personas.

El encadenamiento de los dos incidentes en el transporte ferroviario y aéreo ha dejado la peor operación salida del verano posible.

No resulta difícil figurarse la indignación de aquellos viajeros que, habiendo visto sus trenes retrasados o cancelados, o permanecido horas atrapados en vagones en mitad de las vías, hayan perdido después su vuelo al llegar al aeropuerto.

Es incomprensible la insuficiente previsión del Ministerio del Interior, que en estas fechas debió haber programado un mayor contingente de dotaciones policiales.

Pero es el Ministerio de Transportes (del que dependen tanto Adif y Renfe como Aena) el que sale peor parado de esta nueva concatenación de dañosos percances en la movilidad.

No es de recibo que el sistema informático del control haya permanecido caído durante cuatro horas. Como tampoco las quince horas que se demoró la subsanación del fallo en la catenaria entre Yeles y La Sagra. Un fallo que se suma a las cuatro grandes crisis ferroviarias que ha sufrido nuestro país sólo en lo que va de año.

Ya no puede decirse que se trate de incidencias puntuales. Está cuajando en España una disfuncionalidad crónica de sus servicios de transporte. Lo que, unido a otros colapsos recientes como el del insólito apagón, contribuye a asentar la imagen de un fallo multiorgánico en nuestros servicios públicos.

Que dos de los más deteriorados, la red ferroviaria y la Sanidad pública, sean aquellos que en otro tiempo constituían el mayor logro y orgullo de nuestro Estado de bienestar, ilustra hasta qué punto puede cundir la idea de la España que no funciona.

A la propia responsabilidad del Gobierno en estas incidencias se le añade el deficiente manejo de las crisis desatadas por ellas. Los usuarios que las sufren coinciden en lamentar la falta de información por parte de los operadores públicos sobre la evolución de las incidencias, y en denunciar una insuficiente atención a los pasajeros afectados por las molestias, lo cual puede incluso llegar a costar vidas.

Y, por si fuera poco, ante estos episodios el Gobierno permanece fiel a su manual de elusión de responsabilidades. Al igual que tras el apagón o el robo del cobre en mayo, el Ejecutivo ha culpado de la avería a los operadores privados, y ha vuelto a airear la hipótesis de un sabotaje por boca de María Jesús Montero.

Así pretende sortear el problema de fondo, que es el déficit de mantenimiento de las infraestructuras ferroviarias. España es el cuarto país de la eurozona que menos invierte en su red de transporte, cuando hace años se situaba a la cabeza.

Pero, además, no puede ser casualidad que las prestaciones más calamitosas sean las dependientes de Transportes, el Ministerio donde anidó la trama de adjudicaciones ilegales organizada por Ábalos y Koldo. Y es que la ineficiencia de la Administración es siempre la otra cara de la corrupción.

La atención del sucesor de Ábalos en la cartera de Transportes parece estar puesta antes en la refriega política chusca que en la adecuada gestión de sus competencias. En lugar de dedicar tanto tiempo a tuitear, incluso faltando a los usuarios que protestan su dejación de funciones, Óscar Puente debería afanarse por restituir el crédito de unos recursos que amenazan ruina.

Máxime cuando el Gobierno lleva cuatro años seguidos de récord de recaudación, mientras que lo que los ciudadanos obtienen por pagar cada vez más impuestos es una España en la que todo funciona cada vez peor.