El testimonio este domingo en Telecinco de Rocío Carrasco ha generado un febril debate público que ha trascendido las páginas de la prensa rosa para llegar hasta las de la prensa política. Como suele ocurrir en la España de la polarización, han abundado las interpretaciones políticas interesadas. Tanto desde una trinchera como desde la opuesta. 

Más allá de la opinión que cada uno tenga del caso (como cantaban Vainica Doble, "dos españoles, tres opiniones"), es evidente que el testimonio de la hija de Rocío Jurado ha provocado la empatía de miles de mujeres que se han sentido identificadas con sus palabras. Pero también ha provocado el rechazo de aquellos que se han apoyado en la desestimación de la causa en los tribunales de Justicia para alegar que "no hay caso".  

Conviene, sin embargo, analizar el asunto con un bisturí más fino que el del opinador a vuelapluma. Porque si algo han puesto de manifiesto las palabras de Rocío Carrasco son las dificultades que muestra la sociedad para encontrar solución al problema de la violencia psicológica tanto en el plano técnico-jurídico como en el social

Violencia psicológica y vicaria

El dilema es obvio. Las continuas batallas jurídicas entre Antonio David Flores y Rocío Carrasco se han saldado, de momento, a favor de él. Tanto en la Audiencia Provincial de Madrid, que archivó la causa por un presunto delito de maltrato psicológico continuado, como en el Tribunal Supremo, que denegó el recurso de casación.

El exmarido de Rocío Carrasco es, en resumen, inocente frente a la Justicia hasta que se demuestre lo contrario.

Al otro lado de la mesa está el testimonio de su exmujer. Un testimonio que habla de violencia psicológica, violencia vicaria (la que utiliza a los hijos como medio para hacer daño a la pareja) e incluso de algún episodio de violencia física.

No son acusaciones en el vacío. Rocío Carrasco cuenta con informes y peritajes judiciales que demuestran que sufre un síndrome depresivo "compatible" con un caso de violencia psicológica. Su intento de suicidio es una prueba más de que ese síndrome es real.

El problema, por supuesto, es la dificultad que supone vincular ese síndrome depresivo ("compatible" con un caso de violencia psicológica) con esa hipotética violencia y demostrarlo de forma fehaciente en los tribunales. 

Por la dificultad probatoria de la violencia psicológica y el ámbito íntimo en el que se produce, el Tribunal Supremo tiene establecido que el testimonio de la víctima tiene fuerza suficiente, por sí mismo, para enervar la presunción de inocencia cuando concurren tres elementos: ausencia de incredibilidad subjetiva (que significa que no exista móvil espurio), persistencia en la incriminación (que no haya modificaciones relevantes en las distintas versiones en el tiempo) y la existencia de pruebas circunstanciales que adveren el relato de la víctima.

Un archivo de la causa no demuestra que el delito no se haya producido, es cierto. Pero tampoco demuestra lo contrario.

Forzar esa interpretación conduce a la prueba diabólica medieval. ¿Cómo se demuestra la inexistencia de algo? De ahí que el principio de presunción de inocencia implique la idea de que es preferible un culpable en la calle a un inocente en la cárcel

Se necesitan más medios 

Pero esa obviedad, evidente para cualquiera con un mínimo conocimiento jurídico, no puede ser excusa para no optimizar en la medida de lo posible los medios y las capacidades de los tribunales de violencia de género. Tampoco para no incrementar la formación jurídica especializada de los jueces en este tipo de delitos.

Una formación frecuentemente ridiculizada por aquellos que la califican de "adoctrinamiento". Pero que, impartida de acuerdo con el respeto más estricto a los principios básicos del derecho, y especialmente al de la presunción de inocencia, no tiene por qué suponer menoscabo alguno de las garantías procesales de los acusados. 

Oportunistas y abaratadores

El caso merece dos consideraciones aparte no relacionadas de forma directa con el testimonio de Rocío Carrasco. 

La primera de ellas es el oportunismo de Telecinco. Una cadena que ha aprovechado el caso para hacer exhibición de virtuosismo moral vetando a un Antonio David Flores que, hasta unas horas antes de la emisión del documental Seguir viva, era uno de los colaboradores habituales de la cadena.

Y eso aunque ese documental se empezó a grabar hace un año y la cadena, por tanto, era conocedora de su contenido desde hace meses.

La segunda de ellas es la irrupción de la ministra de Igualdad, Irene Montero, como última instancia de apelación de los casos de supuesta violencia de género que aparecen en televisión.

Es decir, como un tribunal unipersonal superior jerárquicamente al propio Tribunal Supremo y capaz de decidir, sin conocer el caso en lo más mínimo (algo que Montero confesó en su intervención de ayer lunes en el programa Sálvame) si alguien es culpable o inocente sin más prueba que sus prejuicios, sus pálpitos y sus premoniciones.

Es inaceptable que una ministra del Gobierno de España abarate un problema social de gravedad como el de la violencia de género convirtiéndolo en un circo sin garantías jurídicas. Se lo debe a miles de víctimas reales que sufren ese problema y que lo último que necesitan es que se distorsione su experiencia a partir de las declaraciones (y los intereses) de una pareja de famosos cuya realidad sólo conocen ellos. 

Más allá de su dramatismo, el testimonio de Rocío Carrasco ha servido para concienciar a muchos españoles de que el problema de la violencia psicológica es real. Convendría que este tipo de procesos de concienciación no se produjeran a través de un programa de entretenimiento cuyos objetivos no son precisamente altruistas. Pero ese es tema para otro editorial.