Pablo Iglesias parece empeñado en estirar hasta lo insostenible los basamentos de nuestra democracia. Es verdad que esta actitud no es nueva en el líder populista, pero de un vicepresidente segundo se espera una posición más templada. Lejos de ello, sus intervenciones públicas pecan de un dogmatismo tan exagerado como pueril.

Lo cierto es que, a día de hoy, se va cumpliendo punto por punto la agenda política y mediática del Iglesias más desaforado. No es de recibo, por ejemplo, que le diera a Bildu categoría de partido de "dirección del Estado", para indignación lógica de las víctimas de ETA y de millones de españoles.

Peligro

El vicepresidente demuestra su escala de valores cuando celebra como "la mejor noticia" para la democracia los acuerdos con los herederos de Batasuna, a la vez que acusa a PP y Vox de ser herederos de Franco y de habitar en una "inmoralidad permanente".

Habrá quien quiera ver en cada soflama de Iglesias un intento inofensivo por aparecer como la conciencia izquierdista del Gobierno ante sus bases menguantes. Pero, en el fondo, hay que consignar el peligro que entraña el que todo un vicepresidente se dedique a torpedear el modelo de convivencia surgido de la Constitución. 

Obsesión

Poco importa que cada salida de tono de Iglesias no aguante el mínimo tamiz del sentido común. Su obsesión con Madrid -sólo comparable a la de los separatistas- no resiste un mínimo contraste con los números, ya hable de "dumping fiscal" o de redistribución de la riqueza.

Si de veras Iglesias quiere una armonización fiscal en España para que no haya desigualdades ni desequilibrios, que empiece por denunciar el estatus especial que disfrutan País Vasco y Navarra. Lo demás es demagogia barata.