Los que aún creen en la utilidad del frente común en el desafío a la legalidad habían previsto que la Diada de ayer fuera un ejercicio de músculo independentista muy por encima de las siglas. Y fracasaron.

Barcelona fue una sucesión de algaradas de los más radicales intentando violentar un movimiento venido a menos. ¿Las causas? El relativo pragmatismo de ERC y el último movimiento de Quim Torra antes de su inminente inhabilitación: la laminación de cuatro consellers críticos con la deriva suicida de la Generalitat. Que el president exigiera al Estado perdón por el fusilamiento de Lluís Companys es sintomático del viaje a ninguna parte que pretende. 

La desmovilización

Es verdad que el Govern, para evitar que la masa le afeara públicamente su pésima gestión de la crisis sanitaria y el bloqueo del llamado proceso independentista, decidió no secundar oficialmente las marchas. Pero esto no es excusa para un pinchazo flagrante que puede revelar o desmovilización o, simple y llanamente, hartazgo. 

No obstante, el presidente Quim Torra y el presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent (ERC), sí que acudieron a título personal a una manifestación bajo un clima enrarecido. Todo un síntoma de la guerra civil que vive Cataluña y que, de momento, mantiene a la Generalitat en un estado de parálisis permanente. 

El silencio

La de ayer debía haber sido la movilización masiva del separatismo previa a la inhabilitación del presidente de la Generalitat; un altavoz de su causa, de su lucha contra el Estado, al que la pandemia y otras prioridades del día a día silenciaron el viernes de forma palmaria. 

Lejos de eso, y por mucho que ANC, Òmnium, los CDR llamaran a apretar, Quim Torra vivió la que probablemente fuese su última Diada donde la noticia estuvo en el gamberrismo de los radicales y en la distancia social -y ya prácticamente insalvable- de un separatismo abierto en canal. El otoño catalán de 2020 dista un mundo del de hace tan sólo un año.