Anoche fui al cine a ver la última película de Icíar Bollaín, La boda de Rosa. Me pasó lo que casi siempre pasa cuando a una le han hablado mucho y bien de algo, que no me pareció tan maravillosa. Pero gente, id a verla porque esta es una de esas historias que, a pesar de haberse quedado un poco a medias en el buceo de una premisa interesantísima, arrean un pellizco en algún lugar de tu rueda de hámster y eso siempre está bien.

No voy a contar nada que no se haya escrito sobre la peli: Rosa (o la estratosférica Candela Peña) es una mujer entregada a su trabajo, al cuidado de su padre, a la ayuda de todos los que la rodean y que, por supuesto, no le prestan la más mínima atención. Normal, para que otros te vean tienes que verte tú y, para muchas, eso es una asignatura pendiente desde hace décadas.

El caso es que Rosa se harta y resuelve que se va a casar consigo misma, en plan metáfora sobre la importancia del compromiso con la propia felicidad. El resto, un rato de enredo español en toda su esencia.

Pero, insisto, hay que verla. Porque una de las funciones más loables del cine es ser espejo de nuestras alegrías y nuestras miserias. Porque muchas no se han dado cuenta de que desaparecieron, igual que esos percheros donde todos cuelgan sus abrigos al llegar a casa. Invisibles, cargadas, pesadas, agotadas, infelices. Al contemplar a Rosa, algunas nos enfadaremos porque nos reconoceremos o porque identificaremos a alguien conocido. Qué ganas de agarrarlas de los hombros y agitarlas bien fuerte: espabila, criatura.

En el mejor de los casos, les pasa lo que a Rosa, que se les hinchan las narices, le arrean un buen hostión a la mesa y se encargan de establecer límites, esas barreras tan necesarias como denostadas.Tan machacadas por aquellos que pretenden hacernos creer que si no nos sometemos a sus designios somos malas madres, malas hijas, malas esposas, malas hermanas, malas amigas. Que les den.

En un caso menos bueno, el detonante del cambio es un hecho dramático que no te deja más remedio que subirte, por fin, los pantalones y resintonizar la brújula vital.

En el peor, te quedas bajo los abrigos por los siglos de los siglos, observando historias desde la barrera, al margen, rezando para que llegue pronto el buen tiempo y se aligere el peso perpetuo. La mala noticia es que uno acaba colgando en el perchero cualquier cachivache que le estorbe, también en pleno verano.

Algunos dirán que decidir vivir por y para los demás sin tenerse en cuenta es una opción válida. No estoy de acuerdo. A eso se le llama no decidir o, si lo prefieren, dejarse caer sobre la infelicidad más absoluta. No lanzarse, ojo: caerse. Y esta fantasía de la ingeniería que es el humano, tanto en cuerpo como en mente, no se creó para dejarse caer, sino para caminar, construir, curar, inventar. Para hacer de este un lugar mejor. Y uno no puede mejorar nada sin voluntad e ilusión.

Derretirse mientras los años pasan debería estar prohibido e, incluso, multado. Desperdiciar un regalo que a muchos se les niega o se les arrebata demasiado pronto es uno de los pocos pecados verdaderos. La vida está para vivirla y lo contrario es un acto de irresponsabilidad para con uno mismo y para con el resto de la humanidad.

Ojalá la peli de Bollaín, o esta columna, o lo que sea funcione como interruptor para que alguien se despoje de los abrigos ajenos y se vista el propio. Ya va siendo hora.