El 3 de agosto de 2020 es una fecha que ya forma parte de la Historia de España. Juan Carlos I, en un comunicado hecho público por Zarzuela, trasladaba este lunes a Felipe VI su decisión de abandonar el país, sin especificar ni a dónde ni por cuánto tiempo. Cincuenta y ocho años después abandona la Zarzuela, a la que llegó como Príncipe heredero.

Para calibrar el impacto histórico de este paso hay que tener presente que sólo dos Borbones se marcharon de España en circunstancias excepcionales: si Isabel II hubo de exiliarse tras la Revolución de 1868 -La Gloriosa-, el exilio de Alfonso XIII vino dado por la proclamación de la Segunda República en 1931.

La ruptura de Felipe VI con su padre era una obligación moral desde que EL ESPAÑOL publicó los documentos que probaban que Juan Carlos ordenó crear "una estructura" opaca desde Zarzuela para ocultar en Suiza 65 millones de euros procedentes de Arabia Saudí. 

Turno de la Justicia

Será ahora cuestión de la Justicia llegar al fondo del asunto. La Fiscalía del Tribunal Supremo investiga si cobró comisiones del AVE a la Meca, y la Audiencia Nacional hace lo propio con las cintas de Villarejo con Corinna Larsen en las que se habla de posibles irregularidades del Emérito.

Aun cuando Juan Carlos reinaba en esas fechas, habrá que establecer hasta dónde llega su inviolabilidad. En cualquier caso, más allá de las posibles consecuencias penales está el reproche moral que pueden merecer las acciones de quien era Jefe del Estado.     

La sucesión de hechos lamentables protagonizados por Juan Carlos, desde la fotografía de Botsuana a las escapadas alpinas con Corinna o la aparición de su firma en el banco Mirabaud ha dado pie a los enemigos del régimen constitucional para intentar dinamitarlo. 

Podemos, que exige incluso que el Rey Emérito no pueda salir de España pese a que ni siquiera está imputado, pretende echar la culpa de sus actos a la Monarquía, uniendo su figura a la de Felipe VI, que ha tenido un comportamiento ejemplar hasta la fecha. Por esa razón no se entiende la defensa numantina que de Juan Carlos han venido haciendo los monárquicos más recalcitrantes, pues su empeño en mantenerlo junto a su hijo -igual que hace Podemos-, comprometía a la propia Corona.

Un comportamiento individual no condena a la institución en su conjunto. Si así fuera, el crimen de Estado hubiera incapacitado al PSOE para siempre o las atrocidades cometidas por el comunismo imposibilitarían su presencia en las instituciones. Sólo en la Antigua Roma los castigos recaían sobe una estirpe entera, pero de eso han pasado 2.000 años.

Una Monarquía útil

La marcha de Juan Carlos era el gesto de ejemplaridad que precisaba la Monarquía para no quedar herida de muerte. EL ESPAÑOL defendió que Felipe VI debía apartarse definitivamente de su padre, por doloroso que eso fuera. El sacrificio de asumir el destierro es enorme, pero es que la afrenta ha sido enorme también.

El exilio que ha de padecer el Emérito al final de su vida demuestra que, en democracia, nadie que abuse de su situación y se salte las normas puede quedar impune, por importante que sea o por muchos que hayan sido sus aciertos en tiempos fundamentales.  

Poner fin a su presencia en España es la menos mala de las soluciones que le quedaban a Juan Carlos, a la Corona y a España: aunque con ello no se repara el daño causado, se advierte una actitud de reconocer la falta y de abrir una nueva etapa.

Conviene en este punto subrayar el contraste entre la prudente presión del sector socialista del Gobierno y la actitud desestabilizadora, con tintes de infamia, de sus socios de coalición. Ahora es tarea de Felipe VI demostrar que Juan Carlos es pasado y que la Monarquía sigue siendo útil a los ciudadanos.