Los españoles han hablado este 10 de noviembre, la cuarta vez en cuatro años, para elegir un nuevo gobierno. La victoria pírrica de los socialistas -obtienen tres escaños menos que en abril y pierden la mayoría absoluta en el Senado- coincide con la consolidación del PP, que sale reforzado como segundo partido con 22 escaños más que hace siete meses. Ahora bien, sus 88 diputados se quedan lejos del centenar que había acariciado. 

El gran derrotado de estos comicios es Ciudadanos, que se hunde casi en la irrelevancia. Pasa de 57 a sólo diez diputados, y pierden su acta la mayoría de los miembros de la dirección: de Villegas a Girauta, de Patricia Reyes a Miguel Gutiérrez o Edmundo Bal. La continuidad de Albert Rivera pende de un hilo y, si fuera coherente, debería dejar paso a Inés Arrimadas.

La otra cara de la moneda es Vox, que duplica su representación y se convierte en la tercera fuerza en el Congreso. La noche dulce del partido de Santiago Abascal confirma que España, al final, sí era permeable a la derecha extrema y populista. El desafío del independentismo en Cataluña y las imágenes de violencia en las calles han sido gasolina para esta formación.

Tres escenarios

Podemos sale tocado por la pérdida de siete diputados, pero consigue mantenerse a flote. Tras convocarse las elecciones y conocerse que Errejón concurriría encabezando Más País, cabía esperar un desgaste mayor en la izquierda radical, sobre todo porque Iglesias aparecía como un tapón para la gobernabilidad por su empeño en tener representación en el Consejo de Ministros.   

La situación que deja el 10-N es muy preocupante, porque a la frustración de ver cómo se agravan las dificultades para formar gobierno hay que añadir la atomización del Parlamento -por primera vez hasta 16 partidos se sentarán en la Cámara- y su radicalización: entra la CUP, el bloque separatista catalán gana un escaño y Bildu aumenta su presencia. 

A Pedro Sánchez, como nuevo vencedor de las elecciones, se le abren tres escenarios. Un pacto a su izquierda que necesitaría el respaldo del nacionalismo y la connivencia del separatismo, formando un Frankenstein todavía más monstruoso que el que le permitió llegar a la Moncloa. Una reedición del Pacto del Abrazo con Ciudadanos y los partidos regionalistas que contara en la segunda votación con la abstención del PP. Y, por último, la gran coalición PSOE-PP. 

La primera alternativa dinamitaría los consensos constitucionales y apartaría a España de las recetas de la UE para afrontar una desaceleración económica que anticipa una nueva crisis. Sólo por eso resulta ya inverosímil; pero es que después de que Sánchez haya manifestado que va a traer a Puigdemont a España para juzgarlo, después de que se haya comprometido a prohibir los referéndums y después de anunciar que su vicepresidenta económica sería Nadia Calviño, esta vía se antoja imposible. 

Acuerdos transversales

La reedición del Pacto del Abrazo es aritméticamente posible, pero no garantizaría ni una legislatura completa ni un gobierno lo suficientemente fuerte como para afrontar los retos que tiene nuestro país.   

Queda la gran coalición, insólita en España pero habitual en otros países europeos. La situación es de tal gravedad que exige hacer de la necesidad virtud. Los propios resultados electorales, con una gran fragmentación del voto, revelan que los ciudadanos reclaman grandes acuerdos transversales. Y esos acuerdos deben lograrse desde la centralidad.

Por ello, y porque es impensable la convocatoria de unas terceras elecciones generales, Casado debería ofrecer diálogo a Sánchez para llegar a acuerdos. Habrá quienes piensen que esta gran coalición PSOE-PP -a la que sin duda se sumaría Cs- es inviable, que en España la política de grandes pactos es una entelequia. Pero si en la Transición se pudo hacer, no hay razón para no volver a hacerlo en las circunstancias excepcionales que vivimos hoy. No será fácil, pero no hay ni más opciones realistas, ni más tiempo, ni más excusas.