El debate electoral de este lunes, el único que celebrarán los candidatos en la campaña del 10-N, deja un sabor agridulce. Las expectativas fueron de más a menos. Algunos de los anuncios de Pedro Sánchez permitían, desde el principio, preconfigurar un espacio en el que poder confluir con PP y Ciudadanos, orillando a los extremos.

El candidato socialista desveló que, si vuelve al Gobierno, Nadia Calviño será la vicecepresidenta económica, una persona de solvencia y prestigio en Europa muy alejada del aventurerismo y los experimentos. También reveló su intención de acometer reformas para evitar que TV3 pueda seguir envenenando la opinión pública en Cataluña, e incluso una reforma legal para evitar referéndums ilegales que significa para el PSOE una rectificación en toda regla: en febrero votó en contra junto a los nacionalistas.

¿Terceras elecciones?

Ese paso hacia el entendimiento acabó rompiéndose pronto. De entrada, un debate electoral a seis días de las votaciones, en el que el objetivo de los candidatos es arrebatar votantes a sus adversarios, no es el mejor lugar para la búsqueda de consensos. Pero además, Sánchez se lo puso fácil a Pablo Casado cuando se negó a desmentir un posible futuro acuerdo de gobierno con los separatistas. El líder del PP, que se consagró como alternativa, anunció con rotundidad que en ningún caso le daría su apoyo.

Lo frustrante es que, a tenor de lo que reflejan todas las encuestas, la única combinación de gobierno posible ahora sería una gran coalición en la que PSOE y PP se dieran la mano. Y no bastaría sólo con un apoyo de investidura para evitar unas kafkianas terceras elecciones. Habría que pactar Presupuestos, reformas legales e iniciativas para hacer frente a los desafíos planteados, empezando por el separatista. 

Indecisos y abstencionistas

Las necesidades con las que llegaba Albert Rivera a la cita le obligaban, por su parte, a un difícil equilibrio: comprometer el apoyo de Cs a la gobernabilidad y, al mismo tiempo, salir al ataque contra el bipartidismo. Todas estas circunstancias resquebrajaron la centralidad constitucional que pudo atisbarse a fogonazos en el transcurso del debate y que tan necesaria es para el país en el momento actual. Fue en ese río revuelto en el que Santiago Abascal y Pablo Iglesias pudieron arremangarse y pescar, llegando a presentarse -en el colmo de los colmos- como moderados.   

Por lo demás, el debate resultó excesivamente largo y tedioso. Habrá que ver, por lo tanto, si es capaz de movilizar el voto de los indecisos y de los abstencionistas. Lo lógico sería agilizarlo y que en próximas ediciones diera comienzo, al menos, una hora antes. A la organización habría que reprocharle algo insólito, como es que se colaran en antena los gritos y los murmullos de los periodistas que seguían las intervenciones en la sala de prensa contigua al plató.

Lo bueno del debate, pese a todo, es que dejó aflorar puntos de entendimiento entre las tres grandes fuerzas constitucionalistas, puntos que podrán ser explorados con otra actitud y más garantías después del domingo. En ello habrá que confiar. Quedémonos con la esperanza.