Los taxistas madrileños cumplen este miércoles su décimo día de huelga. Aparte de las consecuencias económicas que tiene para el sector sostener una huelga tan larga, no cabe duda de que la violencia de sus consignas y la ocupación sistemática del espacio público tienen sus efectos e inciden directamente en la normalidad de una gran ciudad.

Si el sector del taxi venció la batalla en Cataluña a un Quim Torra enfrascado en otros frentes, en Madrid no ha podido doblar el pulso a Ángel Garrido, un político que puede vanagloriarse de finalizar su mandato sin haber cedido a la coacción.

Exigencias

Una vez perdida la credibilidad y todo el respaldo social -como recoge un reciente estudio publicado por EL ESPAÑOL-, el Taxi se ha embarcado en una incomprensible huida hacia adelante de la que le será muy difícil recuperarse.

Y no hay que olvidar que este colectivo, que no se había significado ideológicamente -incluso el PP les respaldó frente a las autoridades de Competencia- ha optado por el radicalismo y por querer imponer sus exigencias a los poderes públicos desde posiciones marcadamente políticas.

Punto final

Ha llegado sin embargo la hora de que el Taxi ceda en unas protestas que llevan el sello del peor sindicalismo del siglo pasado. Cualquier posibilidad de sobrevivir al libre mercado y a la coyuntura del negocio pasa por volver a ganarse a la opinión pública y al cliente, al que está sacando a patadas. Su modernización forzosa empieza ahí.