El primer gesto del supremacista Torra tras levantarse el 155 ha sido colocar una pancarta en catalán y en inglés en la fachada del Palau de la Generalitat denunciando la existencia de "exiliados" y "presos políticos" en España. Más allá de una patraña y una inmoralidad se trata de un acto ilegal.

La ley establece que la Administración ha de ser imparcial, neutral. Sin embargo, las autoridades separatistas catalanas hace tiempo que utilizan el aparato del Estado en favor de sus partidarios y en contra de los constitucionalistas. Las cosas no han cambiado en los 218 días en los que la Generalitat ha estado intervenida por el Gobierno.

Estética repulsiva

En la neogótica toma de posesión de los consellers, Torra dejó clara su apuesta. La estética es importante y, en el caso catalán, recuerda demasiado a la de la Alemania de los oscuros años 30. El resultado, en las calles, también es similar: símbolos sectarios ocupando el espacio público, escaparates rotos, comercios señalados, insultos y amenazas a personas por pensar de otra forma...

El vídeo que hoy publicamos en EL ESPAÑOL de la celebración de la Patum de Berga (Barcelona), una fiesta declarada patrimonio de la Humanidad por la Unesco, no necesita de muchas explicaciones. Sencillamente da miedo. Y escenas similares empiezan a ser habituales en muchos rincones de Cataluña.

La pancarta

Ante esta situación, el Estado no puede permanecer de brazos cruzados. Torra ya ha apelado a Pedro Sánchez para iniciar conversaciones, pero el presidente del Gobierno no debería hacerlo mientras no retire la ignominiosa pancarta del balcón de la Generalitat, un insulto para los demócratas.

Rajoy lo fió todo a los jueces mientras dejaba pudrirse la situación en Cataluña. Los  resultados saltan a la vista. Sánchez no puede mirar para otro lado ni tampoco confundir la acción política con poner en almoneda la Constitución. La que prometió "hacer guardar" el sábado