Este sábado se cumplen exactamente cien días desde el 21-D y nada ha mejorado en Cataluña. Más bien al contrario, la solución improvisada por el Gobierno para devolver la estabilidad a una Cataluña desbrujulada tras dos largos años de procés, un referéndum ilegal y una DUI -declaración unilateral de independencia- sólo ha servido para enquistar y empeorar el problema.

El resultado de las elecciones no sólo retrató la fractura que parte en dos la sociedad catalana, sino que la agravó. Ciudadanos ganó en votos y en escaños, pero la ley electoral permitió a los partidos independentistas conservar la mayoría en el Parlament. Los seguidores del prófugo Puigdemont mantuvieron la hegemonía del bloque secesionista, lo que enconó la rivalidad larvada entre el PDeCAT y ERC. Y los antisistema de la CUP siguieron teniendo la batuta y están convencidos de que es el momento de la revolución anticapitalista.

Con acta huidos o en la cárcel

Para colmo de todos los males, nada menos que siete diputados independentistas consiguieron escaño desde la cárcel o huidos de la Justicia, lo que sólo ha alimentado el victimismo secesionista y la falacia de que el problema de fondo es un choque de legitimidades entre la voluntad del pueblo catalán, representada en el Parlament, y un Estado español opresor.

La crisis hunde sus raíces en la impunidad con que el nacionalismo ha venido ejerciendo el poder durante tres décadas, en la inacción de Rajoy los últimos años y en la determinación rupturista de Puigdemont. Pero resulta evidente que, una vez desatado el incendio, el Gobierno se equivocó cuando optó por aplicar un 155 light y  convocó elecciones antes de haberse dirimido las responsabilidades penales de los promotores del golpe.

Apagar el fuego con gasolina

Aquello fue como apagar un fuego con gasolina porque permitió adquirir la condición de diputados a quienes no podían -por su situación procesal- ejercerla. De hecho, si Puigdemont, Junqueras, Turull, Rull, Jordi Sánchez, Romeva y Comín no tuvieran acta,la crisis no habría desbordado el Parlament para contaminar también la calle como hemos visto en la última semana.

El panorama, cien días después de aquellas elecciones, es desolador. Los partidos constitucionalistas están desunidos. La marca de Podemos en Cataluña sigue intentando pescar en río revuelto. Los dos brazos políticos del secesionismo no resuelven su pulso. Y la Cámara regional no sólo es incapaz de desbloquear la situación, sino que se ha convertido en caja de resonancia de una frustración que ha degenerado en resentimiento.