Hay días en los que una enciende el telediario y siente que el mundo es un cubo lleno de piedras. Guerras, gritos, enfados, desigualdades… y surge una pregunta inevitable: ¿De verdad no quedará nada bueno que contar?
Pero claro, las noticias positivas no abren informativos. Nadie dirá: "Millones de personas se han tratado con respeto hoy sin que nadie lo grabe". O: "Una anciana recibió una sonrisa que le cambió la tarde". Mucho menos: "Un vecino decidió ser amable y evitó una discusión que jamás conoceremos".
Las cosas buenas no hacen ruido. Por eso no salen. Pero existen. Y, sin embargo, seguimos midiendo el mundo por lo que estalla, nunca por lo que sostiene.
La Navidad llega para recordarnos esa paradoja. No cae del cielo como una estrella fugaz ni se compra envuelta en papel brillante. La Navidad se despierta. Aparece en el gesto minúsculo que pasa desapercibido, en la palabra que llega sin armadura, en el silencio compartido que calma más que cualquier discurso. Y para el creyente, además, es la venida del Niño Dios al corazón, un recordatorio íntimo de que la luz puede volver a nacer incluso en los días más oscuros.
Y vuelve —puntual, testaruda, irrepetible— para ponernos frente al espejo. No es un espejo amable, nos devuelve cansancio, ojeras, heridas que creíamos cerradas. Nos muestra lo que fuimos, lo que perdimos y lo que aún buscamos sin saber dónde. Pero justo junto a ese reflejo áspero, la Navidad también enseña lo que podríamos ser. Más humanos.
Más capaces de escuchar, de comprender, de sostener. Más dispuestos a perdonar, incluso cuando cuesta tanto como arrancarse los pensamientos que oscurecen, los prejuicios que dividen, las penas que se acumulan en el alma como polvo en los rincones.
Arrancárselos no es fácil. A veces duele como si tiraras de un hilo cosido al corazón. Basta liberarse de un solo "pero" —uno pequeño, casi invisible— para que entre un soplo de aire limpio. Ese soplo hace sitio. Y ese sitio hace bien.
La Navidad es también esa lágrima que se escapa sin permiso. Por quien falta, por lo que fue, por lo que nunca llegó a ser, por lo que uno deseó y se perdió en el camino. Esa lágrima es parte del milagro. Duele, sí. Pero lava. Y después deja una serenidad frágil, como una luz tenue que se enciende dentro y murmura: "Sigo aquí. Y sigo sintiendo".
Y luego están ellos: los Grinch. Los de verdad y los improvisados. Los que reniegan de villancicos, de luces, del roscón, del espíritu navideño, del frío, de la alegría ajena y hasta del papel de regalo. Los que dicen "bah, tonterías".
Pero basta un olor a hogar, una canción antigua, un abrazo inesperado o un mensaje que llega cuando nadie llama… para que se les desmonte el personaje. Porque incluso el Grinch más empedernido tiene una grieta y, la Navidad con su paciencia infinita, sabe encontrarla.
Quizá por eso esta época divide tanto: unos se emocionan, otros se defienden, y algunos se refugian tras capas de ironía para no admitir que algo, muy adentro, también les mueve. Pero, al final, diciembre nos iguala a todos. Nos coloca en la misma orilla. Porque todos, absolutamente todos, soñamos —aunque sea en secreto— con que algo cambie, con que alguien vuelva, con que el mundo sea menos duro, con que la vida nos roce un poquito mejor.
La Navidad no es una fecha. No es un árbol, ni un belén, ni una lista de compras. La Navidad es una actitud, una forma íntima de decirle al mundo:
A pesar de todo, sigo creyendo en ti.
Aunque el alma esté cansada.
Aunque el futuro dé miedo.
Aunque la esperanza llegue tarde.
Porque mientras quede una sola persona —creyente, atea, agnóstica o Grinch de profesión— capaz de encender una vela en la ventana, aunque sea pequeña, torpe, temblorosa, la esperanza tendrá por dónde entrar.
Y entrará. A veces por la puerta grande; otras, por una rendija mínima; y otras, directamente por el corazón de quien juró no sentir nada.
Ese es el milagro del que nadie habla. El que no sale en los telediarios. El que no se mide en audiencias. El que no necesita titulares. El milagro de que, pese a todo, seguimos aquí. Intentándolo. Errando. Perdonando. Volviendo a empezar.
Esa es la noticia que nunca contarán. Pero es la única que importa.
Que esta Navidad 2026 traiga paz y luz a tu vida y a la de tu familia. Que aquello que te falta se suavice, que lo que te sostiene se fortalezca y que lo que esperas —aunque llegue despacio— llegue para bien. Feliz Navidad para ti y para los tuyos, de corazón.