El tuit más polémico de la semana es este de Sameera Khan.

Sameera Khan es de origen pakistaní, pero reside en Estados Unidos.

Khan es tuitera, admiradora de Stalin, propagandista del Kremlin y Miss New Jersey. Una mezcla curiosa. Como la de los colores de la rana Phyllobates terribilis, la más venenosa del planeta.

En su tuit, Khan compara a la actriz Sydney Sweeney con la danesa Victoria Kjær Theilvig, Miss Universo 2025.

“Sólo en Estados Unidos los hombres prefieren a Sydney Sweeney” dice Khan, intentando transmitir la idea de que los americanos sufren algún tipo de discapacidad por preferir la primera a la segunda.

Aparentemente, en el resto del planeta a los hombres nos gusta más Victoria Kjær Theilvig.

Pero, por lo visto, no. Por abrumadora mayoría, hombres de todos los países y de todas las culturas han respondido a Sameera Khan que, si de ellos dependiera, cambiarían gustosos una docena de Victoria Kjær Theilvig por una sola Sydney Sweeney.

A mí el debate me parece absurdo.

Pero no por una cuestión de gustos, sino de especismo: Kjær Theilvig ni siquiera me parece humana, sino miembro de una especie emparentada con los Homo sapiens, pero lo suficientemente lejana en el árbol evolutivo como para que los cruces produzcan sólo hijos inviables o infértiles. Hay algo off en ella.

Quizá, dejo abierta la puerta a la posibilidad, los hombres del año 2025 seamos demasiado rupestres como para apreciar la belleza de un ejemplar de ser humano del año 35.756 d.C.

En cualquier caso, lo importante es que los gustos sexuales de los hombres heterosexuales parecen ser más universales de lo que le gustaría a Sameera Khan.

Así que no es “Estados Unidos” el que prefiere a Sydney Sweeney, sino la heterosexualidad.

[La excepción es Mario Díaz, director adjunto de EL ESPAÑOL, al que su rotunda heterosexualidad no le impide contemplar a Sydney Sweeney con la indiferencia de quien ve llover]. 

Pero ¿por qué Sweeney arrasa frente a Victoria Kjær Theilvig entre los hombres?

Adelanto una hipótesis.

Porque incluso dando por descontado el maquillaje y los filtros, y aunque inalcanzable por su estatus de estrella del cine, Sydney Sweeney está mucho más cerca del estereotipo de la chica de la que te enamoraste en tu adolescencia que de la actriz de Hollywood al uso.

[Lorena G. Maldonado tiene otra teoría al respecto. Recomiendo leerla].  

Sweeney, además, no es sólo un icono de belleza universal, sino también atemporal.

Victoria Kjær Theilvig, en cambio, es una muñeca manufacturada, zurcida y sintética, producto absoluto de nuestra época. Y la prueba de que su belleza es coyuntural y resultado del condicionamiento mediático es que no hay una sola obra de arte, desde las primeras pinturas rupestres, que haya exaltado jamás el tipo de belleza que se supone que representa la danesa.

Nunca.

Lisa y llanamente, esa "belleza" no le ha gustado jamás a nadie. En buena parte, también, porque ese tipo de belleza no ha existido jamás hasta la invención de la cirugía estética.

De hecho, Kjær Theilvig cumple varios de los parámetros que le presuponemos a los alienígenas de las películas de ciencia ficción:

1. Cráneo alargado en forma de bulbo, la famosa "cabeza de bombilla".

2. Ojos almendrados, ovalados y con iris y esclerótica más parecidos a los de un gato que a los de un ser humano.

Un robot que simula ser humano… pero no lo suficientemente bien.

3. Simetría facial absoluta, que cae de lleno en el valle inquietante de la perfección (el valle inquietante es una hipótesis acuñada en 1970 por el ingeniero robótico japonés Masahiro Mori que describe la reacción de rechazo y aprensión que experimentan las personas ante robots o figuras antropomórficas que se parecen mucho a los humanos, pero no lo suficiente como para pasar por uno de nosotros).

4. Expresión facial vacía e inexpresiva, denotando falta de emocionalidad, sin cejas ni músculos faciales visibles.

5. Sonrisa y gestos falsos y artificiales, vacíos de verdadera humanidad.

El alienígena medio.

6. Nariz reducida a dos orificios pequeños o inexistentes.

7. Orejas ausentes o convertidas en mínimas protuberancias.

8. Rasgos que transmiten la idea de simplicidad o minimalismo evolutivo.

9. Cuello frágil y dedos largos y delgados.

10. Aspecto global que refuerza la idea de una mente ajena a las emociones humanas.

11. Replicabilidad comunista: apariencia estereotipada que convierte a todos los miembros de esa misma raza en un único individuo indistinguible (y sustituible) al servicio de una mente colmena totalitaria. Es decir, en un insectoide con rasgos remotamente humanos.

[Estoy exagerando por aquello del animus iocandi, pero creo que se me entiende].

A mí, que una propagandista del Kremlin como Khan intente convencernos de que los hombres preferimos las bellezas sintéticas a las naturales me hace sospechar que la imposición de ideales de belleza enfermizos a las mujeres y la destrucción de los cánones estéticos más intuitivos alberga un potencial destructivo mayor que el de cualquier guerra.

¿Por qué si no se molestaría esa propagandista de Putin llamada Sameera Khan en convencernos de que la belleza está en la punta del bisturí de un cirujano?

Sydney Sweeney en la temporada 2 de 'Euphoria'.

Pues porque la fealdad es un proyecto político en sí mismo. Un proyecto destructivo.

Y por eso el progresismo defiende el inconformismo radical con la naturaleza humana.

Porque el inconformismo lleva a la automutilación.

Y la automutilación, a la destrucción del yo en beneficio de las identidades artificiales y polarizadoras diseñadas en las catacumbas del Estado. El caldo primigenio del que brota el progresismo.

Primero, se rompen todos los vínculos del individuo con lo sólido. Y luego se le sumerge en una melaza viscosa, pero compacta, de la que no podrá escapar jamás y que le agotará hasta la muerte.

Entendámonos. Putin no es progresista. Pero como buen ex miembro del KGB y experto conocedor de las tripas del comunismo real, conoce el potencial destructivo del progresismo.

Y por eso lo fomenta (en Occidente, no en Rusia).

Porque ninguna sociedad se destruye más rápido que la que se autodestruye

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El tuit de Sameera Khan me ha recordado a la Instagram Face. El canon estético de nuestra época.

La Instagram Face es ese rostro presuntamente perfecto que buscan miles de mujeres mediante la cirugía estética: pómulos altos, labios voluminosos, ojos felinos, nariz pequeña y piel impecable.

Es una estética inspirada en los filtros de Instagram y en celebridades como Kylie Jenner o Bella Hadid.

Bella Hadid.

O, mejor dicho, en las operaciones de cirugía estética que se han hecho Jenner y Hadid.

De hecho, muchos filtros de Instagram (y de otras muchas aplicaciones similares) llevan los nombres de las famosas que los inspiran: Filtro Kylie, Filtro Bella.

Los números impresionan. Sólo en España se hacen cada año más de 300.000 operaciones de cirugía estética. Más de 800 diarias. Entre un 30 y un 50% más que hace apenas cinco años.

El 85% de los clientes son mujeres.

El 30% de las clientas tiene menos de treinta años.

Una de cuatro pacientes de menos de treinta años pide operarse mostrando como modelo un filtro de Instagram.

Las bichectomías (hundimiento de las mejillas) han aumentado un 400% en los últimos cinco años.

Los fox-eye lift (almendrar los ojos para que se rasguen hacia arriba como los de Megan Fox, el sello distintivo de la Instagram Face), un 250%.

Los labios rusos (inyecciones de ácido hialurónico que levantan y definen los labios en forma de corazón, como los de Irina Shayk), un 180%.

El resultado está a la vista.

Actrices que, tras operarse, parecen una persona totalmente distinta, como Bella Thorne, Amelia Gray Hamlin, Demi Lovato o Erin Moriarty.

Celebridades clónicas (Kendall Jenner y Emily Ratajkowski, Anya Taylor-Joy y Zoë Kravitz, Margot Robbie y Jaime Pressly).

Mujeres de mediana edad con rostros de los que se ha borrado cualquier rasgo distintivo (Madonna es el arquetipo, pero Meg Ryan, Uma Thurman o Nicole Kidman encajan en el molde).

Portada 'body positive' de la revista Cosmopolitan.

Todo ello promovido por unos medios que oscilan entre la veneración de unos estilos de vida claramente tóxicos para la salud (como el body positive) y la idealización de una estética que dice sublimar la belleza natural femenina, cuando en realidad exalta su modificación quirúrgica, convirtiéndola en una caricatura feísta de ella misma.

Algo muy apreciado, por cierto, por un movimiento trans al que le resulta mucho más fácil replicar la belleza de Victoria Kjær Theilvig, precisamente por artificial, que la belleza natural de Sydney Sweeney, imposible de imitar incluso por el mejor cirujano del planeta.

En realidad, en el terreno de la cirugía estética sólo está repitiéndose un fenómeno que estamos viviendo hoy en otros muchos terrenos: el de la homogeneización estética. Que es un proyecto ideológico en sí mismo.

Cuanto más hemos profundizado en la globalización, que en teoría iba a poner a nuestro alcance una oferta prácticamente infinita de productos culturales e intelectuales, más se ha uniformizado la realidad. ¿Alguna vez has tenido la sensación, al pasear por el centro de una ciudad europea cualquiera, que podrías estar en cualquier otra ciudad idéntica de cualquier otro país europeo? 

Eso es la homogeneización estética. 

La multiculturalidad, la globalización y la tecnología nos han conducido hacia un mundo más pequeño, más feo, más impersonal y donde cada vez resulta más difícil encontrar algo (una cara, una canción, un libro, una idea) que se salga del molde de ese mínimo común denominador que es el feísmo.

Y ese mínimo común es ideológico, sí. Pero sobre todo estético. Porque la estética es ideología. Y el feísmo y el pobrismo son dos caras de la misma moneda globalista.

Las elecciones no se ganan en las urnas. Se ganan aniquilando el alma de quienes luego votan.