En silencio, sin titulares ni pactos de madrugada, está arrancando la maquinaria más decisiva para nuestro futuro colectivo: el curso escolar. Apenas los lugares comunes de cada septiembre, las ofertas de mochilas y rotuladores en la tele, y los niños desfilando en uniforme aquí y allá.

Como si en España no pasara nada con la educación.

Como si la escuela pública no se estuviera desangrando poco a poco, vaciada de alumnos y de prestigio.

Como si cada comunidad autónoma no tuviera el poder de tomar decisiones esenciales.

Como si el Estado pudiera permitirse seguir a la deriva, ignorando el impacto que las políticas educativas tienen en el conjunto del país.

La educación es ese botín que todos quieren manosear y en el que nadie quiere invertir. Tenemos troceada nada menos que la columna vertebral de este país anquilosado y frágil que es España.

Alumnos de un colegio afectado por la Dana.

Por no tener, no tenemos ni calendario escolar único. Cada comunidad decide cuándo empiezan y cuándo terminan las clases. Lo que un niño aprende en Galicia no es lo mismo que aprende su coetáneo en Murcia. Lo que se exige en Castilla y León no se exige en Cataluña.

En la Comunidad Valenciana, casi un año después de la DANA, decenas de escuelas siguen literalmente destruidas. Se te cae el alma ante la perspectiva de los centenares de niños y niñas que acudirán a clases en barracones, como refugiados en su propia tierra. El símbolo perfecto de un sistema roto, disfuncional, víctima de la incompetencia política y de la resignación social.

Hablamos de ocho millones de menores cuya custodia, instrucción y futuro dejamos en manos de unas instituciones educativas obsoletas, depauperadas y sin sentido.

Y lo hacemos como quien aparca el coche. Confiando en que alguien se ocupará, que al día siguiente seguirá allí. Pero lo que estamos perdiendo no es un vehículo, sino la capacidad misma de comprender (y mejorar) el mundo. La esencia misma de nuestra especie.

No es retórica ni exageración. Informes, testimonios y experiencia diaria hablan de un desplome en la calidad educativa que ya es insoportable. La involución cognitiva parece una amenaza cierta.

Basta con asomarse a las redes sociales para encontrar ejemplos que hielan la sangre: niños de doce años que no saben escribir su propio nombre; adolescentes de quince incapaces de entender un texto breve; profesores que narran situaciones tan absurdas que parecen sacadas de una comedia bárbara.

Los docentes se encuentran atrapados en un sistema que los degrada y los culpabiliza. Con sueldos bajos y un clima de agresividad y desautorización crecientes, con currículos imposibles que cambian cada legislatura y responden más a la disputa ideológica que a las necesidades de los alumnos.

Con el desinterés, la banalidad y la trivialidad convertidos en norma.

No es de extrañar que muestren mucha resistencia al cambio y se sientan incapaces de asumir las extraordinarias exigencias de un mundo nuevo que no acaban de entender.

Mientras tanto, muchos países del mundo están jugando en otra liga.

Niños en la puerta de un colegio. EFE

Singapur lleva años demostrando que se puede combinar disciplina, innovación y excelencia. Allí el acceso a la docencia es tan selectivo como el acceso a la medicina. Ser profesor es prestigioso, exigente y bien remunerado.

Se planifican los currículos a largo plazo, se mide cada avance y se corrigen desviaciones sin esperar a que la catástrofe sea irreversible.

Más cerca, en Finlandia, aunque el modelo se ha convertido casi en cliché, siguen apostando por lo que aquí ni se menciona: confianza en los docentes, autonomía de los centros y un sistema nacional unificado que evita desigualdades estructurales.

Y, por supuesto, Estonia, ese pequeño país con menos de millón y medio de habitantes, que ha convertido su sistema educativo en un referente mundial que lidera los rankings.

Hace apenas tres décadas era un estado exsoviético empobrecido.

¿Cómo lo ha hecho Estonia? Con acciones concretas: escuelas gratuitas con almuerzo y libros incluidos, autonomía para que cada centro diseñe su plan de estudios, profesores altamente cualificados, enseñanza transversal de competencias tanto digitales como prácticas, de robótica a programación, de finanzas personales a carpintería.

El resultado es uno de los mejores rendimientos del mundo en comprensión lectora, matemáticas y ciencias, según PISA.

Si España quisiera, podría, al menos, probar el modelo estonio. ¿Por qué no testarlo, por ejemplo, en comunidades como Extremadura o Murcia, con una dimensión poblacional similar?

¿Qué nos impide replicar aquí lo que funciona en otros países que ya están a años luz, evaluando con rigor los resultados?

La respuesta, incómoda, es la misma de siempre. Falta de voluntad, de visión y de valentía política.

Los fondos europeos Next Generation podrían haber supuesto un volantazo histórico. Renovar infraestructuras, reducir ratios, reforzar la formación docente, crear un sistema de evaluación sólido y común…

Pero el dinero se ha usado de manera espuria y dispersa en proyectos que no cambian nada. Otra colosal oportunidad perdida.

De acuerdo, sí, ya lo sabemos. El sistema político no da las respuestas que necesitamos. La alternancia de gobiernos no ha ofrecido a España ni la visión ni el compromiso necesarios.

Tenemos unas leyes mutantes y unos presupuestos mohosos, destinados a mantener una maquinaria oxidada que apenas se sostiene en pie.

Pero no nos engañemos. La responsabilidad no puede ser delegada por completo. Nos corresponde a nosotros, como ciudadanos, romper la inercia. Recuperar el poder cívico y asumir el compromiso de exigir lo que es ya ineludible: un sistema educativo que no condene a nuestro país a la peor de las irrelevancias.