En las últimas semanas están ganando una notable presencia en la conversación pública los que serán los dos temas axiales de la agenda política española, una vez se acompase con el ritmo del resto de Occidente: la inmigración y las pensiones.
Y es pertinente que las dos materias concurran simultáneamente en el debate nacional, pues ambas están íntimamente relacionadas.
En el sentido más inmediato, porque el aluvión de foráneos suele justificarse al abrigo del lugar común que reza que la inmigración puede ser la solución al problema de un sistema de pensiones insostenible.
Y ello aun habiendo quedado sobradamente demostrado que los trabajos de baja cualificación que desempeñan los extranjeros no son suficientes para sufragar el ingente desembolso de recursos públicos que requieren unas jubilaciones sujetas a una constante revalorización.
Esta lógica transparenta que inmigración y pensiones están hermanadas en un plano más profundo. Ambas son cuestiones cuyo abordaje se ve dificultado por una forma de razonar tributaria de la cosmovisión de la generación búmer (los nacidos aproximadamente entre 1945 y 1965).
Jóvenes se manifiestan por el derecho a la vivienda el pasado abril en Madrid.
Y es que la gerontocracia española, como cualquier otro régimen sociopolítico, está dotada de su propio régimen epistemológico. Es lo que Adriano Erriguel ha rubricado como "régimen de la verdad búmer".
Es decir, un conjunto de asunciones normativas que establecen los límites de lo pensable y las opiniones permitidas, en función del marco mental maniqueo y moralista que alboreó en 1945 y llega hasta nuestros días.
El régimen de la verdad búmer es el consenso político, social y cultural de la posguerra del siglo XX (la ideología del capitalismo neoliberal y financiero, cabría resumir). Un "piélago de mitos y de ficciones", al decir de Erriguel, que toma la Segunda Guerra Mundial como mito fundacional.
A partir de ese trauma de los totalitarismos cuajó una "mentalidad preventiva", como la ha denominado Esteban Hernández, que ha servido para conservar el statu quo que impuso la pax americana en las democracias liberales europeas durante la guerra fría, y que afianzó la caída del muro de Berlín.
Ese orden mundial se ha sostenido sobre la neutralización ideológica, cuya expresión ha sido el "extremo centro": un campo de juego de moderación que, en el plano político, limitaba la competición a la alternancia entre socialdemocracia y democristianismo, ocultando un macartismo de baja intensidad contra toda opción "radical".
Es este apego cerril a categorías heredadas el que dificulta aprender de los errores de la última década. Porque impide imaginar alternativas al decadente estado de cosas que se salgan de la ortodoxia.
En virtud de su vis fundamentalista, este corsé ideológico bloquea cualquier discusión racional de calado sobre temas controvertidos pero susceptibles de revisión como la política migratoria o el sistema de pensiones. Lo cual, sin ir más lejos, previene el necesario replanteamiento de la estructura económica española, el problema de fondo que explica el círculo vicioso que establecen entre ellas.
Por eso, el nuevo momento político exige mudar una mentalidad obsoleta.
En una sociedad cuyo Estado se encuentra secuestrado por el electorado sénior, sólo un robustecimiento de la autoridad pública puede orientar la acción política en un sentido contrario al de los intereses de su casta dominante.
Atajar los problemas que desencadena la inmigración descontrolada (de cualquier procedencia, legal o ilegal) requiere de una mínima conciencia nacional y de un cierto sentido identitario.
Reforzar la amistad civil precisa de una promoción de una relativa homogeneidad comunitaria.
Etcétera.
Pero todas estas políticas son anatemas para la dogmática liberal búmer de las "sociedades abiertas" y el "mundo libre", que ha dispuesto un cordón sanitario en torno a todo lo que remita a los "dioses fuertes" (R.R. Reno).
Si las élites españolas siguen imbuidas de este —en feliz expresión de Pedro Herrero— "pensamiento versallesco" sobre la inmigración o las pensiones, es porque se ha producido, en el marco de la economía fisurada de la globalización, una segregación física de los espacios: los mayores sin estrecheces, sencillamente, no ven la misma realidad con la que conviven los jóvenes condenados al eterno becariado o a los barrios degradados.
Y ese distanciamiento socioeconómico es también sentimental.
Lindezas que los búmers dedican a los zúmers como "generación de cristal" atestiguan que quienes crecieron en la época más próspera de la historia de España y de Occidente no alcanzan a entender la condición juvenil contemporánea, que es la precariedad.
Porque, efectivamente, los jóvenes no son hoy más pobres de lo que fueron sus padres. Pero lo que tienen es una abundancia de lo superfluo, mientras viven una escasez de lo fundamental: los productos de consumo que toma como indicador esta narrativa búmer se han abaratado, pero el acceso a los bienes de primera necesidad como la vivienda se ha hecho inasequible.
La cantinela búmer es afearle a las nuevas generaciones que se gasten tanto en bagatelas como Netflix o los viajes de Ryanair. Pero es que, cuando el ahorro real se vuelve inalcanzable, es razonable que lo poco que se tiene se dedique a un consumo más efímero.
Esta dinámica explica en gran medida el narcisismo, el hedonismo y la fragilidad que execran (a veces con razón) los búmers: los jóvenes recurren a la gratificación más inmediata porque la vida plena les está vedada.
Por eso, la pérdida de la "cultura del mérito" que lamentan los búmers es comprensible: el trabajo es menos reverenciado por las nuevas generaciones porque el esfuerzo abnegado ya no reporta réditos proporcionales.
La mentalidad búmer (acaparadora, miope, altiva, insolidaria y conformista) vuelve a muchos mayores incapaces de comprender que, en esencia, con un curso vital análogo, los hijos no van a poder replicar la carrera que tuvieron sus padres.
La juventud precarizada no puede formarse un proyecto de vida estable a largo plazo: ni casarse, ni tener hijos, ni acceder a una vivienda en propiedad. Y esa dificultad para confiar en un futuro incierto ha engendrado la desesperanza y el desasosiego que testimonian las cifras de trastornos mentales y de consumo de psicofármacos.
Si, encima, los más beneficiados por el régimen político y económico les reprochan a los damnificados su indolencia, con un discurso que individualiza la responsabilidad de lo que es un problema social, sólo van a lograr acrecentar el agravio y la repulsión.
En las últimas décadas, los jóvenes han sufrido una auténtica desposesión, mientras que los mayores han visto incrementado su patrimonio. Pero el bumerato se refugia en la argumentación de que son los demagogos los que azuzan la discordia generacional al persuadir a los jóvenes de que su pauperización se debe a que ellos cobran una pensión elevada.
Pero es que, en efecto, existe un trade off entre el bienestar de los jubilados y el malestar de los jóvenes en un país en el que el mecanismo de la redistribución está viciado, porque las clases más opulentas reciben más del Estado que las pobres.
Las luchas generacionales son una constante en la historia de la humanidad. Pero, como apuntan los sociólogos, se han recrudecido como nunca desde los sesenta. Y es una de las derivadas de la quiebra de la cohesión social en las sociedades actuales.
Si la generación privilegiada no se despoja de los odres ideológicos viejos, sólo ensanchará la incomunicación con los jóvenes, que se irán radicalizando (como apuntan las tendencias demoscópicas) y alienándose cada vez más del sistema.
Ya hemos visto que el retorno de las grandes potencias está reconfigurando el orden de la posguerra en su plano político, y que el regreso del mercantilismo lo está resquebrajando igualmente en su dimensión económica. Es hora ya de que caiga también el orden intelectual de la posguerra.
