Estos tiempos líquidos e hipermodernos son fecundos en la imaginación de utopías. Pero estas ya no se proyectan hacia grandes revoluciones sociales, sino que despiden un marcado aroma reaccionario.
Miradas de cerca, la mayoría de propuestas de la izquierda postmarxista para esta civilización de la precariedad material y existencial equivalen, en esencia, a la recuperación de formas de vida premodernas.
Así, la legislación para reducir la jornada laboral, o el discurso sindicalista sobre la extenuación productivista, ¿no evocan la época anterior al trabajo asalariado, en la que una labor gremial más llevadera e integrada en la vida no se erigía en el centro de la misma?
El ideario ecologista, ¿no remite a las formas de vida agrarias, más acompasadas con la naturaleza y más equilibradas en su consumo de los recursos? Y algo análogo cabe decir de las tendencias literarias y fílmicas recientes en autoras femeninas que ambientan sus obras en escenarios bucólicos o abordan temáticas como la maternidad o los "cuidados".
La idea feminista de la "sororidad", no en vano, ha tomado como una de sus inspiraciones la vida monástica. Y en el caso de los hombres jóvenes que se han dado al culturismo ascético, es difícil no ver un aggiornamento del ideal del monje guerrero.
La famosa "ciudad de los 15 minutos", ¿es muy distinta de la pequeña villa preindustrial, autosuficiente y construida a una escala más humana?
El renovado interés en las cuestiones espirituales, o el éxito de pseudocredos como la astrología, ¿no testimonian una añoranza de una vida reconciliada por el vínculo religioso?
'La isla de los muertos', de Arnold Böcklin (1880).
Cabría decir, simplificando mucho la cuestión, que la esquizofrenia en la que viven las nuevas generaciones se explica por una tensión irresuelta: los remedios que se plantean a los grandes malestares contemporáneos entrañan el regreso a formas de vida de la Edad Media, que al mismo tiempo sigue figurando en el imaginario colectivo como una época de oscuridad y opresión.
En realidad, esta economía entre la revolución cultural y la reacción es una constante en la historia cultural moderna. El romanticismo del siglo XIX se guarecía del despotismo de las Luces en el exotismo de la tradición folclórica medieval, y el movimiento New Age se fugaba a las comunas rurales para contrarrestar el tedio burgués del desarrollismo.
Por eso acertó la periodista Lucía Lijtmaer al acuñar el término "neovictorianismo" para referirse a las expresiones culturales que proliferan en esta era de ansiedad que tiene el regusto del ennui decimonónico, hijo de la revolución tecnológica que generó como reacción un reflujo de lo sobrenatural, lo misterioso y lo mágico, y una romantización de la naturaleza y de un pasado mítico.
Hoy, las nuevas ideas comparten esa nostalgia del futuro: son propuestas radicales en lo político pero —en el fondo— conservadoras en lo espiritual.
El excelente documental Folk Horror: Bosques sombríos y días de embrujo (Kier-La Janisse, 2021) reconstruye otro fenómeno que fue una emanación de ese mismo antimodernismo moderno (animado por un espíritu antiestablishment, pero de querencia arcádica), a través de una serie de películas de terror producidas a finales de los sesenta y durante los setenta.
Esta tendencia cinematográfica, que bebía de las fuentes de la literatura gótica del siglo anterior, recogía tropos como las leyendas populares, el ocultismo, el espiritismo, los ritos precristianos, el esoterismo, las sectas religiosas, los genios de los bosques o los pueblos que esconden un horrible secreto.
La tesis de este ensayo fílmico es que los productos de la imaginación terrorífica reflejan los miedos de una sociedad en un tiempo determinado. Y estas películas de folk horror no son disociables del contexto social que las alumbró: la guerra de Vietnam, el movimiento por los derechos civiles, las nuevas demandas postmateriales de autorrealización, o las crisis de identidad nacional.
Además de evidenciar el perenne atractivo de lo atávico, las películas de maldiciones, hechicería y dioses primordiales abrigan la idea de la "hauntología": el pasado que vuelve, el retorno de lo reprimido. Los miedos que creíamos haber superado y desenterramos por error.
Muchas de estas películas caricaturizan la mentalidad positivista del urbanita que se ufana de haber dejado atrás las supersticiones de los lugares atrasados. Pero la persistencia de esas fuerzas telúricas y numinosas viene a turbar la suficiencia del hombre moderno, y a recordarle la limitación de las capacidades humanas frente a lo terrible que nos supera.
Este tipo de productos culturales se dan en los momentos en los que se desvanece el mito del progreso. En los que se descubre que la barbarie sigue acechando bajo la superficie de la civilización de la técnica, y que la retórica de la emancipación y la nivelación es sólo una ficción para ocultar que la violencia y la miseria siguen palpitando en el núcleo de nuestro mundo.
Pero lo interesante del mensaje de este subgénero es que el trauma de la modernización tampoco puede paliarse con una regresión, porque resulta imposible volver al pasado que se añora.
La alienación y la angustia que provoca la vida industrializada y urbana concita el deseo de reanudar las tradiciones periclitadas, pero al intentar retomarlas se muestran monstruosas y espantosas.
Estas producciones tienden a retratar al hombre urbano desentrañado que ha perdido el significado de la tierra. Como dice una de las participantes del documental, el folk horror habla de "un mal uso de lo ancestral que más bien enfatiza la desconexión en lugar de la conexión: la maldición es la maldición de recordar".
La extrañeza de lo siniestro con la que se topa el hombre desintegrado que acude, afanado por encontrar una religadura, al campo donde siguen vivas las viejas costumbres se debe a que estas ya nos resultan ajenas.
Y esa relación ambivalente con el pasado es la que se observa también en la actualidad, que no en vano está viviendo un revival del subgénero folclórico del terror.
La disipación de la euforia que trajo el "fin de la Historia", con el retorno desconcertante del conflicto en el marco de un cambio social acelerado, ha alumbrado un espíritu que guarda similitudes con el de finales de los sesenta: un sentimiento de incertidumbre y un pesimismo sobre el futuro, que engendra a su vez una sed de sentido y de revinculación.
Al fin y al cabo, los males psíquicos contemporáneos de las sociedades depresivas y medicalizadas dimanan de una matriz moral. Son las dolencias de sujetos encerrados en sí mismos a las que el individualismo telemático ha hurtado la posibilidad de la convivencia.
La soledad, el desarraigo y el vacío existencial son los productos de la antropología del neoliberalismo, de raíz ilustrada, racionalista y liberal, que, como explica el filósofo Fernando Muñoz, ha realizado, a través de los desarrollos tecnocientíficos la deformada concepción individualista y subjetivista del hombre que los anima, resultando en la atomización y la desvinculación que observamos.
Así, la miseria espiritual de la era digital que se manifiesta particularmente en los jóvenes, suscita una renovada necesidad de pertenencia, de raíces, de comunidad, de trascendencia, de una brújula moral, de un orden. El apetito de una reunificación con la totalidad. De mitos vertebradores frente al nihilismo y el desencanto, de una urgencia por reencantar la realidad con fantasías.
'El Jardín de las Hespérides', de Néstor Martín-Fernández de la Torre (1908).
Pero, esclavos de la dogmática progresista que informa nuestra atmósfera cultural, las nuevas generaciones se ven impelidas a conjurar el peligro que plantea el parentesco subrepticio entre el pensamiento posmoderno y las tesis reaccionarias.
Se da una nostalgia del absoluto, se quiere recuperar lo común. Pero como la totalidad cerrada de épocas pretéritas ya no es posible, se intenta un sucedáneo desde las coordenadas de la "diversidad".
El lazo social perdido que se anhela debe reelaborarse modernamente porque no resulta ni factible ni deseable deshacer las conquistas de la libertad y la igualdad.
La identificación del cristianismo con la cultura dominante que se vitupera tampoco permite servirse de las formas que tradicionalmente han vehiculado las necesidades espirituales y comunitarias, por lo que se recurre a la actualización de formas paganas, que resultan a la postre aberrantes. Tal es el caso de la resignificación de las brujas que enarbola una parte del feminismo, o la filosofía panteísta y animista que subyace a las formas más radicales del ecologismo.
Son tiempos en los que la mentalidad progresista vuelve a enfrentarse a sus propias contradicciones. Una generación ansiosa y desesperanzada recurre —para tener algo a lo que aferrarse con lo que mitigar el miedo al cambio— al acervo sapiencial y vital que el capitalismo ha arrumbado, pero que al tratar de ser resucitado se muestra igualmente abominable.
