En España nos pasa que no podemos hablar seriamente de lo que nos pasa. La política (nos lo han recordado Dalmacio Negro o Domingo González) es un arte farmacéutico, de dosis y medida.

Demasiada politización mata la política, ahora reducida al arte de agavillar apoyos parlamentarios, fabricar o avivar broncas pasajeras, diseminar un humo afilado que tape el último escándalo y esperar a que las vacaciones nos inviten a un amable olvido.

La crispación inducida hace que en los bares no se hable de otra cosa que de cuitas partidistas, y los miles de asesores gubernamentales no hablan de nada salvo de estrategia. 

Esta saturación discursiva en ausencia de verdadero proyecto es uno de los rasgos de este Ejecutivo que hace aguas. Pero que no acaba de hundirse a fuerza de tirar por la borda la carga, a algún que otro pasajero y el timón con tal de garantizar la supervivencia del capitán y una corte de interesados y advenedizos. 

Acostumbrados como estamos a temer al poder fuerte, estable y capaz, estamos aprendiendo lo disolvente y corrosivo de un poder débil que se afana en sobrevivir.

Varios jóvenes marroquíes asisten al encuentro organizado por adultos de su comunidad para tratar de poner fin a los disturbios de Torre Pacheco. J. I. M.

Un poder que ataca con el pretexto de defenderse, acechado en su imaginario por hordas de poderes fácticos y amenazas ultraderechistas que lo invisten del carisma y la autoridad de la víctima entregada a la misión de redimirnos de todo atavismo. 

Pero reconozcamos que si esta pervivencia (que sería inasequible para cualquier partido de las derechas) es posible, es porque gobierna en España una impresionante máquina de hegemonía progresista.

Es decir, el PSOE, que ha instalado durante lustros sus convicciones en el lugar de la ortodoxia pública. Y ha sobredimensionado interesadamente la importancia de los secesionismos en detrimento de la amistad civil y la unidad nacional. 

Con todo, la debilidad parlamentaria del bloque de gobierno indica un declive en la capacidad de instalar consensos.

Buena prueba de esta debilidad también discursiva es plantearse la presencia de Vito Quiles en el Congreso como una amenaza, o el fanatismo de sus defensores mediáticos, que han sucumbido a la trampa de creerse su propia propaganda y al pavor a la disidencia.

La necesidad del temible Otro fascista como legitimador de escándalos e ineficiencias pierde fuelle, y adonde no llegan los trenes comienzan a no llegar los argumentarios.

El excepcionalismo español no es, como hace muchos años se decía, su catolicidad antimoderna.

Es la hegemonía incomparable de la que ha gozado hasta hace muy poco un partido socialdemócrata empeñado en convertirnos en una suerte de Numancia progresista, que resiste los envites de un mundo que nos descubren lleno de peligros derechistas.

El PSOE fue, en sus años de apogeo, una idea de España: la del avance y la homologación con los "países del entorno".

Hoy, es una fuerza en repliegue, resistencial, extemporánea, empeñada en resguardarnos de la marcha del mundo. Una fuerza entregada al arte de ofrecer problemas donde no encuentra soluciones, negar los conflictos y dilemas reales e implantar artificiosamente conflictos útiles a su empeño de poder sin gobierno.

Con todo, siguen las cuestiones esenciales para el futuro de España (la política internacional, las políticas de vivienda, las de cohesión territorial, inmigración o pensiones) circulando por los estrechos carriles de la supervivencia gubernamental y los clivajes de la doxa progresista declinante, como una prohibición de preguntar. 

Si hace unos días conocimos que Francia (¡Francia!) ha decidido recortar pensiones, reducir empleo público y recortar el gasto social de su sacrosanto Leviatán republicano, hoy en serios apuros económicos, nos conmina la ministra Elma Saiz a la calma.

La reforma de las pensiones no implicará un aumento en la edad de jubilación, nos dice. Y los jóvenes de hoy se jubilarán mañana en idénticas condiciones que sus padres (la matemática elemental, en este punto, es también un embeleco reaccionario). 

Ante la preocupación generalizada con el estancamiento de los salarios, la inaccesibilidad de la vivienda en muchas ciudades de España y el paro juvenil rampante, hay que responder, de acuerdo con los portavoces del Gobierno, que España está dando lecciones de progreso y bienestar a todo el orbe. 

Hay multitud de preguntas legítimas sobre el modelo de inmigración.

¿Cuánta población soportan los servicios públicos o el mercado de vivienda?

¿Cuánta y a qué ritmo se puede incorporar masivamente población foránea sin generar conflictos civiles semejantes a los que observamos en otros países europeos?

¿Qué efectos tiene este modelo en términos de seguridad e integración?

Pero todas ellas se saldan en crónicas de sucesos. En emotivas loas a la humanidad y en el señalamiento a quien plantea estas cuestiones razonables como un agente encubierto del racismo y del señalamiento del inmigrante como enemigo.

Y de nuevo, siempre, para instalar clivajes favorables y bolsas de voto. Para acallar la discusión con el estigma del agorero o el racista.

Pero decíamos que este es un gobierno débil con discurso endeble. Y propios de esta debilidad son los estragos que causa en su deriva. Algunos, ocasionales y peregrinos. Otros, como cicatrices o heridas que tardarán en suturar o permanecerán.

Lo cierto es que las cortinas de humo surten un efecto cada vez más tenue y se disipan con creciente celeridad. Tras las brumas, los problemas de fondo y de época seguirán aguardando la posibilidad de una política que se proponga afrontarlos seriamente, razonablemente, políticamente.