El otro día, mi amigo Dani me pasó una captura de Instagram porque, como diría Sócrates, la vida que no se comenta no merece la pena ser vivida, o algo así: en fin, por lo bonito del cotilleo. Por el piqui-piqui. 

Era la foto de un chaval muy mono.

Eso había dicho yo de él hacía tiempo, por lo visto, lo que demuestra que aquí no se puede soltar una ocurrencia sin que en cinco minutos alguien te la eche a la cara.

También demuestra que que te guste algo y olvidarte de que te gusta ha acabado por cobrar misma importancia. 

El chico, en la imagen, celebraba cinco años de amor con su pareja en la imagen. 

Guapos, jóvenes, tranquilos.

Tenían en la cara ese rictus suave que tienen los novios pacíficos que no ambicionan nada más que lo que alcanza su mano, algo como la cintura o el hombro del otro, o al menos una cintura y un hombro donde asirse. En el que caer. 

En la foto, el orden de las cosas era inmutable.

Daba la sensación de que el mundo siempre había sido de esa manera, de que eran novios desde siempre, desde el año cero, desde niños o desde antes de estar inventados, y siempre así porque no cabía otra posibilidad.

Estaban solidificados. Petrificados de algún modo en su luminoso sosiego. 

Dicen que en todas las relaciones hay un ambicioso y un conformista: el ambicioso es el que ha aspirado implacablemente al otro, que es mejor que él. Pero lo ha hecho, también, porque le sobra amor propio. Porque siente que se merece lo mejor. 

En el ambicioso prima su carácter por encima de sus talentos. 

El conformista es el que podría aspirar a más pero abraza a alguien levemente menor porque se ve reflejado en el otro, es decir, porque le pesa más su parte llana que su parte brillante. Su autoimagen juega un poco a la baja.

Imagen de la película 'Closer'.

El conformista tiene sus talentos por encima de su carácter. 

¿Sirven las cosas que tenemos que no sabemos comunicar, que no sabemos lucir; cosas que albergamos pero no nos creemos del todo? Eso es otro temazo. 

En fin, no es que mole exactamente ninguna de las opciones. No es que estemos libres de ellas. 

Pero, por aclararnos, en este caso estábamos ante dos conformistas. 

La verdad es que daba gusto verlos en los monumentos del mundo, posando mansamente, como posaban nuestros padres en los álbumes de tapa dura que hay en casa. 

Era un posado de otra época. Un posado de antes del trap. Aún con sonrisa. Aún sin querer parecer peligroso, sexy ni fatal. Sin post-ironías.

Mi cuerpo sencillo, mi ropa sencilla, mi amor sencillo, mi vida sencilla. 

Reconozco que hay algo hermoso y algo antiguo en esas fotos noventeras sin pretensiones que hizo un paisano, un espontáneo que pasaba por allí y al que uno le debe cierto recato gestual para que tampoco sea esto el coño de la Bernarda.

No hay morrito. No hay selfie. No hay beso. No hay cachondeo. No hay frescura. Pero qué bien. Es como quedarte dormido después de desayunar en verano: de una somnolencia agradable. 

Todo en esa imagen te bajaba las constantes vitales, y ni tan mal, hasta que leías el texto que acompañaba a la foto. Entonces, como dijo Dani, te daban ganas de tirarte a la heroína. 

"Gracias por este viaje. Por este camino. Por los cimientos que son cada vez más sólidos. Gracias por lo construido. Por sumarme, por crecer conmigo y por quererme bien". 

Aterrador. 

El tipo usaba de un tirón todos los conceptos que detesto aplicados al amor. "Viaje", "camino", "cimientos", "sólido", "construir", "sumar", "crecer", "querer bien".

Lo de "sumar" ni lo comento. Lo de "sumar" es el Barrio Sésamo de los afectos. De una puerilidad que acojona, que preocupa. Simplemente una palabra propia de tarados mentales que parecen observarte con una puñetera pizarra de infantil al lado para anotar tus tantos. A ver si les cundes o no.  

No es una forma de simplificar el mundo, es una forma de empequeñecerlo. 

Lo demás tampoco era salvable. Prefiero que me escupan en la cara, que me pongan una multa o que mi peluquero se vengue de mí, pero, por favor, que no me hablen románticamente como si fuera una empresa. Como si hubiese que llegar a algún lado continuamente. Como si hubiese que prosperar minuto a minuto. Como si uno fuese un caballo de carreras o un valor en bolsa. 

Lo siento sucio y resolutista. Utilitarista hasta el terror. Reaccionario, contractual. Enfermizo. 

Siento que la lógica hace rato que es numérica. Es capitalista. 

Siento que hace rato que esto suena a que el otro, en verdad, no te quiere a ti: quiere formarse a sí mismo a través de ti. Tú eres una máquina expendedora. Tú eres únicamente lo que das. 

Ya nada es alegre, todo es un trabajo. Hasta el amor.

Tenemos trazas de disciplina mercantil entre los dientes. 

Un día renunciamos a la imaginación y enganchamos la calculadora. 

¿Por qué "gestionamos" sentimientos y "nos rentan" relaciones? 

Parece que así todo da menos miedo. Parece que la cifra insufla una falsa tranquilidad, un falso control, una falsa previsión de futuro. 

Pienso en aquel guion glorioso de Closer: "Crees que el amor es sencillo. Crees que el amor es como un diagrama. ¿Alguna vez has visto un corazón humano? ¡Parece un puño envuelto en sangre!". 

Sé que desde el feminismo venimos de mirar bajo luz blanca y clínica, de hospital, los efectos pringosos de las exageraciones del amor romántico. De acuerdo, pero lástima que enseguida hayamos llegado a este lugar hostil. A este ajuste de cuentas. A esta reunión constante con peces gordos. A este tener al otro constantemente enfrente, siendo escrutado, considerando sus defectos y sus riesgos mientras él evalúa los nuestros.

Lo que "aportamos", lo que "restamos".

Lo caros que salimos en disgustos. ¿Cómo de próspera es nuestra familia de origen? ¿Cuánto cobramos al mes? ¿Tenemos alguna enfermedad? ¿Somos productivos? ¿Somos guapos? ¿"Sabemos estar"? 

Sé que el lenguaje envejece. 

Yo no quiero que me edifiques. No soy un bloque de Benidorm. 

Y si soy la mitad de tu repugnante empresa sentimental, al menos llámame "socia", que tiene algo erótico, algo brigadesco, y hagamos de esto una película de cine negro de alto nivel. 

Quiero ser maleable, escurridiza, feliz. 

Quiero ir viendo qué pasa.

No se enfaden conmigo. Seguro que es inmadurez. Y también invervendrá el hecho de que siempre se me hayan dado muy mal las matemáticas. 

"Pero si un día me caso con un notas que hable así de mí", le dije a Dani, "dile que no me insulte o que le partes la cara". 

Y él se rió.