Una ardilla podría cruzar la península ibérica saltando de tertulia en tertulia.

De lunes a domingo y desde la mañana a la noche, las parrillas televisivas y radiofónicas están saturadas de debates políticos de distintos formatos. La inflación de politiqueo que ha vivido España en los últimos años es desorbitada.

Lo peor es que ya no está claro si los platós son una extensión de los parlamentos, o al contrario. Porque las cámaras legislativas han replicado esa lógica de la discusión interminable y esquemática sobre asuntos controvertidos, en la que los representantes de las dos posturas en liza se enzarzan de manera efectista en disputas ociosas.

También se han contagiado de esta manía discutidora los plenos municipales y los parlamentos autonómicos, que cada vez más se ocupan de cuestiones palpitantes en el candelero mediático, pero muy alejadas del interés inmediato de los ciudadanos de estos territorios.

Este martes, en el pleno del Ayuntamiento de Madrid, dos concejales se cruzaron reproches sobre Palestina e Israel. Unas intervenciones pensadas para el zasca tuitero de los correligionarios, que pasaban por alto una consideración preliminar: qué diantres hace el Ayuntamiento de Madrid discutiendo sobre política internacional y no sobre el asfaltado de las calles o las tasas de basuras.

Es la misma desvirtuación del parlamentarismo que se expresa cuando en el Ayuntamiento de Guadalajara se discute sobre el pacto entre Pedro Sánchez y ERC; cuando el Parlamento de Andalucía se pronuncia sobre la reforma del delito de sedición; cuando el Ayuntamiento de Barcelona condena la invasión rusa; o, la más desopilante, cuando el Pleno del Ayuntamiento de Burgos aprueba abolir la armas nucleares.

Que las asambleas municipales y autonómicas dediquen parte de su tiempo y recursos a tratar temas ajenos a su competencia ilustra el influjo centralista que obra en la vida pública española la estructura partitocrática, que coloniza con la agenda de la política nacional los distintos niveles de la Administración.

Este monopolio de la política que ostentan los partidos tiene el mismo efecto en los parlamentos que en las tertulias: escenificar un simulacro de deliberación y una ficción de pluralismo, a través de la representación de cuotas opinativas conforme a la distribución de las fuerzas parlamentarias.

Y ello supone imponer a la opinión pública el esquema del pensamiento ideológico, que simplifica el universo de lo político dividiéndolo en pares de términos antagónicos. Las materias de interés público sólo pueden tratarse desde dicotomías reduccionistas detentadas por dos polos extremos entre los que no cabe ninguna componenda.

Nuestro debate político es tan infructuoso porque está infestado de esta clase de pseudoargumentos que, al resultar demasiado abstractos, conducen únicamente al bizantinismo o a la discrepancia tajante y animosa.

Ya en los años treinta, Simone Weil detectó el carácter supersticioso de un lenguaje político contemporáneo invadido de mitos (igualdad, progreso, fascismo, comunismo) que actúan como molinos de viento. Palabras con mayúsculas que no tienen contenido ni sentido, y que por tanto sólo pueden servir de bandera y de arma arrojadiza contra el enemigo.

Vale para nuestros políticos y tertulianos el análisis que hizo Maurice Blanchot sobre la "enfermedad secreta del lenguaje" a la que sucumben quienes se dejan llevar por los clichés, que es el "verbalismo". Cuando utilizamos sin precaución entelequias grandilocuentes como "libertad" o "democracia", nos volvemos "prisioneros de las palabras".

Un planteamiento discursivo que sólo maneja entidades absolutas nos hace incapaces del pensamiento razonable, que es por definición condicionado. Y, por tanto, nos vuelve impotentes para abordar problemas complejos como son los políticos.

Si a esta comprensión deformada de la dialéctica se le suma el apasionado temperamento hispano, tan dado a la colisión entre facciones monolíticas, el resultado es esta paupérrima pero incesante conversación nacional cimentada sobre argumentaciones parciales y llenas de puntos ciegos: mercado o Estado; liberalismo o socialismo; desregulación o intervencionismo; Estados Unidos o Rusia; genocidio israelí o terrorismo gazatí.

A la vista de la esterilidad de este diálogo de besugos, sólo cabe concluir que la logomaquia inconducente que se nos dispensa continuamente tiene como único fin excitar la "demogresca". Es decir, mantener la tensión militante que necesita la democracia electoral en un país en realidad notablemente indiferente hacia la política.

Cuando algún diputado venga con aquello de que el Parlamento es el "templo de la palabra", será obligado recordarle que nadie ha hecho más por la devaluación de la palabra pública, a fuerza de hiperabundancia, que los artífices del parlamentarismo.