María Guardiola sobresale ahora como un fogonazo electoral por su determinación. Es otra mujer del PP con mando en plaza en la hora de las mujeres en la política. Un brote incontrolado y candente como un volcán que descarga toda esa rebeldía periférica, a la que no están acostumbrados los partidos. Es Ayuso y García-Page si uniéramos las dos orillas de la política española. Quiere pactar con Vox, pero con líneas rojas, sin compadreos, sin carteras, por consentimiento, porque sí.

María Guardiola, líder del PP de Extremadura. EFE

Y, sin embargo, las órdenes siguen dictándolas los hombres desde Madrid, el único sexo que conoce la democracia en la Moncloa y que, mientras se dirimen elecciones entre el 28M y el 23J, plantea dudas, preguntas y controversias.

Guardiola, la Ayuso de Extremadura, quiere pactar con Vox a su manera, como Juanma Moreno en Andalucía en 2019. Pero ese puente le podría costar caro a Feijóo, cuyo relato no debe excluir, en última instancia, los puentes imaginarios con el incompatible PSOE, por remotos que parezcan en las antagónicas olas que baten en la actualidad.

Si en España dejáramos de votar un día, estaríamos en una dictadura y entonces sí que lo lamentaríamos. Hace medio siglo era así. No deberían espantarnos las disputas y confrontaciones entre siglas y líderes: es el peaje de la pluralidad. Aquello de tirarse los trastos a la cabeza en las Cortes y tomar café juntos si se tercia no debería perderse nunca, son las formalidades del sistema, para no hacer política en la tribu en lugar de la tribuna.

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Los debates que nos asustan son parte de la democracia. Cuando se ensancha por necesidad no deberíamos temer a lo que esta nos propone con toda la crudeza, sin titubeos.

Del 28M pasamos directamente al 23J. Es un hecho. Tiene de bueno que votar nunca está de más. De Suiza es célebre tener el gatillo fácil del voto hasta empacharse de referendos. ¿Qué tiene de malo esta vuelta al campo de juego tras el partido del domingo 28 de mayo? Nada, salvo que teníamos pensado tomar un respiro, recobrar fuerzas, asistir al ajuste de cuentas en el PSOE por el mal resultado y hacernos un semestre de pim pam pum sobre si Feijóo tiene redaños de convertir en vicepresidente a Abascal.

Ni a Sánchez ni a Feijóo les convenía esa feria. Lo suyo es despachar esto cuanto antes y ver qué pasa, si hay puentes que cruzar en algún nivel o no hay ósmosis que valga en toda España entre el PSOE y el PP, porque lo impiden Sumar o Vox.

Lo que ha ocurrido es que todo ese pandemonio lo tenemos que constreñir a 50 días de drones entre Kiev y Moscú, con el innegable bipartidismo rampante, tras la inmolación de Ciudadanos y Podemos. Y al final habrá paz o la guerra continuará.

Hemos entrado en España en una guerra desconocida para nosotros, pero no para italianos o franceses, que ya se vieron en la tesitura, con Europa poniendo el foco con preocupación. Así se hizo primera ministra Meloni pese al estigma mussoliniano, y Marine Le Pen estuvo a punto de entrar en el Elíseo hace un año sobre los escombros provocados por los chalecos amarillos.

Con todo el desmadre que hemos vivido sobre los exetarras de EH Bildu con las manos manchadas de sangre, los indultos al procés y el famoso encontronazo del Tribunal Constitucional con el Gobierno en diciembre pasado, admitamos que todavía en España no hemos cruzado el Rubicón que más contraría a Europa: el plácet a la ultraderecha para formar parte del Gobierno física y mentalmente. Ese era el tema tabú que ahora irrumpe, por fin, en escena. No sólo Bruselas, Meloni y Le Pen también miran a España.

Y, sin embargo, haríamos bien en coger el toro por los cuernos. Vox llegó y no se ha ido. Y tendremos que decidir qué hacer, qué papel le confiere la democracia española medio siglo después de liquidar el franquismo en sus instituciones y parcelas de poder. Del Pardo a la Moncloa, la democracia tiene que dirimir el asunto. O los dos grandes líderes, llegado el caso, se imponen la tarea de cruzar esos puentes imaginarios, dialogar y ver qué pactan en las alturas y en los ayuntamientos y autonomías del Estado. Eludir estas cuestiones es seguir mareando la perdiz.

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Europa agradecerá ese ejercicio de franqueza, palabra que aquí cobra una doble acepción. A nadie se le oculta que en el PP hay voces que no afean a Vox el derecho a compartir mesa y mantel (ese "miedo" se ha ido perdiendo, dicen de soslayo). La Ayuso de Madrid y la Ayuso extremeña no abrazan al oso, pero tampoco lo esputan.

Otra cosa a todas luces es Feijóo, que se muestra hasta gestualmente refractario a Santiago Abascal. Tanto Pablo Casado como Albert Rivera fueron más lejos en sus actos de complicidad con el líder de Vox, como en la célebre foto de Colón del 10 de febrero de 2019, que fue el icono de campaña del 28 de abril, en la manifestación frentista contra PSOE y Unidas Podemos.

La manera como se ha diluido en menos de una década la llamada nueva política, con la caída de Albert Rivera y Pablo Iglesias, desbroza un camino que ni Sánchez ni Feijóo parecen dispuestos a transitar juntos por ahora. Es posible que gobiernos de coalición entre la izquierda y la derecha, como se atrevió a experimentar Alemania, no tengan ya cabida aquí ni en ninguna parte. Pero, bajo una guerra que ya dura 15 meses, el 23J español invita a levantar esos puentes imaginarios, por lo que pueda pasar.

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