Cuando uno va a hacer el ridículo, no se sabe muy bien lo que es mejor, si encontrarse con alguien que tenga la cabeza bien puesta sobre los hombros o con alguien que participe de su mismo atolondramiento. Es verdad que lo primero será de ayuda para contener los daños, pero también que el despropósito, si se ve acompañado del despropósito, queda menos en evidencia.

Clara Ponsatí.

Tuvo suerte la exconsejera, exprófuga y exexiliada Clara Ponsatí de que el otro día fuera a detenerla un sargento de los Mossos d’Esquadra curtido, cabal y diestro en su oficio. Tenía claro su papel, conocía su deber y poseía la inteligencia precisa para que la situación no se complicara innecesariamente. A fin de cuentas, tampoco iba a prender a una feroz revolucionaria dispuesta a inmolarse (ni siquiera a romperse una uña) por la causa de la que tanto y con tanta inquina blasona y alardea.

De modo que el mosso soportó estoicamente las miradas de sobrada y las lecciones de Derecho que le infligió en público la doctora en Economía, no dejó de insistirle con amabilidad en que tenía que acompañarlo e ignoró los exabruptos monjiles de sus adeptos. En definitiva, daban lanzadas sólo verbales a esa España que tanto aborrecen, pero llevan todos en la cartera junto a la bandera rojigualda, impresa en el DNI que les sirve para ser ciudadanos de la Unión Europea y tantísimas otras cosas.

Entre ellas, beneficiarios de leyes por las que la Policía, si ha de hacerlo, te detiene con corrección y sólo durante el tiempo que resulta estrictamente imprescindible para, en el caso que nos ocupa, comunicarte el procedimiento judicial que tus actos tipificados en el Código penal han desencadenado. Por más que porfíes en ignorarlo so pretexto de que vives bajo una tiranía.

[Editorial: Una petición de indulto contradictoria y extemporánea]

Fue esto bueno, sí, para Clara y para todos, porque nos y le ahorró situaciones y consecuencias desagradables derivadas de su provocación de adolescente sobreactuada. Pero por otra parte el contraste entre ese hombre, imagen de un Estado de derecho decente que funciona, y la de la propia Ponsatí, emblema de una partida de seres desnortados que ya no saben cómo prolongar su ya desesperada insurrección contra la realidad, subrayó hasta extremos lacerantes el fracaso grotesco en que ha concluido esa bola de nieve que Artur Mas echó a rodar por la ladera hace una década y que Puigdemont acabó escondiendo en un maletero.

El procés ha fracasado, ante todo, porque no tenía fuerza suficiente, y no la tenía, principalmente, porque era la rebelión de un país imaginario contra un despotismo imaginario. Pero por el camino agravó ese fracaso buscando las peores compañías y los peores auspicios (sin excluir al enemigo número 1 del club europeo al que tanto invocaba), negándose a entender que le faltaba el apoyo exterior necesario y (de perdidos al río) dando protagonismo a los gestores más torpes e insolventes.

Ponsatí es un buen ejemplo, pero esta semana ha visto también el desplome definitivo de otra torre del procesismo, la expresidenta del Parlament Laura Borràs, condenada por un burdo mangoneo de fondos públicos con los peores cómplices, que como buenos buscavidas han pactado con la Fiscalía para dejarla a los pies de los caballos. También se proclama víctima de un estado totalitario que practica el lawfare contra ella.

Laura Borràs.

Pero la verdad todos la sabemos. Está en esa benignidad con que se pide para ella el indulto en la propia sentencia, para que no vaya a la cárcel. El Estado opresor la trata con la dulzura que no tendría, pongamos por caso, con una concejal de un pueblo de Albacete que hubiera hecho lo mismo que ella.

Y entre tanto, la UE certifica a Madrid como la región más competitiva de España y su PIB se despega del de Cataluña. Quizá tenga que ver, más que con su actual gobernante o con los anteriores, entre los que ha habido lo que todos sabemos, con el hecho de que los madrileños han invertido sus esfuerzos en mejores cosas. Como ese MetroSur que cumple veinte años ahora, mientras en el Baix Llobregat, aunque se lo prometieron hace décadas, siguen esperando a ver la primera traviesa.

Hacer patria, deshacer el país. En eso ha quedado todo y, en esta hora final y ridícula, ya no hay manera de disimularlo.

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