Mi madre huyó de Cuba, como tantos millones de cubanos hicieron antes y después, en mayo de 1963. En aquel vuelo que partía del aeropuerto José Martí de La Habana, y que sería el último en dirigirse hacia España en mucho tiempo, viajaban varias decenas de futuros exiliados, políticos y económicos.

El fallecido dictador cubano Fidel Castro.

Ella, con 22 años, y mi padre, con tres más, le dieron a la revolución de los barbudos el tiempo suficiente, cuatro años, para comprobar qué había en realidad de toda aquella buena intención que en enero del 59 recorría la isla de Pinar del Río a Baracoa.

Los primeros fueron de máxima esperanza, de ilusión por un país más justo y democrático.

Los años siguientes se podrían considerar secuestro.

Sobre todo desde que Fidel Castro anunció algo que nadie sabía hasta entonces: era comunista. Y nadie lo sabía porque él mismo había afirmado en abril de 1959, en su primera visita a Estados Unidos, esto: “Que quede bien claro: no somos comunistas”.

No mucho tiempo antes, mis padres y la mayoría de los cubanos se consideraban procastristas. Tampoco era tan extraño, dadas las características del régimen de Fulgencio Batista y su poco respeto hacia los derechos de quienes no secundaban su autoridad.

Pero el Che Guevara, por muy interesante que la Historia haya querido dibujar al personaje después, gracias tal vez a la imagen de Korda, a su supuesto altruismo aventurero y a su más aparente que real capacidad médica, se dedicó a fusilar gente.

Raúl Castro, por su parte, logró hacer la represión de los vencedores más cruel de lo que nadie había vaticinado un lustro antes.

Y Fidel comenzó a limpiar el horizonte de enemigos potenciales dentro de sus propias filas. El aire de Guantánamo, y también el de toda la isla, se hizo irrespirable.

Así que, como tantos otros, mis padres decidieron tomar aquel vuelo que recuerdo en blanco y negro, abandonando la que era su casa y a sus familiares, e iniciar una nueva vida sin saber si algún día volverían al Caribe.

Si vivieran, no lo podrían creer. Los cubanos, tanto tiempo después, no sólo no han derrotado al régimen que los oprime, sino que su éxodo continúa en 2022. Con un Castro, el del mito, muerto. Con otro, el más discreto y también más violento, retirado al menos oficialmente.

Pero, seis décadas después, sin barbudos ya en el poder, resulta del todo asombroso que la gente siga huyendo. Del sistema, de la miseria, de la falta de libertad, de una vida que la mayoría no quiere. De lo mismo de siempre. De lo que huyeron ellos.

Los cubanos renuncian, ahora por la vía mexicana, a esa isla que fue la perla del Caribe. Nada menos que 150.000 cubanos se espera que entren este año de forma ilegal en Estados Unidos por su frontera sur, desertando de ese lugar mágico que, a pesar de las injusticias del dictador, era hace setenta años un lugar avanzado y próspero al que la España de Francisco Franco miraba con envidia.

No al régimen, claro, pero sí al tipo de vida, a los adelantos. A la tecnología. A las opciones para mejorar tu tiempo en el planeta. Los años 50 del siglo pasado en Cuba ofrecían, sin duda, un lugar en el que había cosas que admirar.

Pero los que bajaron de sierra Maestra echaron a la gente a la calle y al Gobierno al mar. Llegó la revolución y acabó convirtiéndose en una tragedia. Es del todo increíble que la isla, sumida en ese caos de corrupción y miseria que siempre fue desde aquel 1 de enero, aún no haya sido capaz de escapar de ese destino que forjaron Camilo Cienfuegos y los demás barbudos, tanto tiempo atrás.

He caminado por el Malecón sintiendo los edificios en ruinas al otro lado. He visto los pintorescos coches americanos rugiendo por las calles de La Habana, desafiando más aún a la lógica que a la mecánica. He visto a las jóvenes de La Maya bailar un hermoso guagancó y preguntarse, después, qué van a inventar ahora para seguir comiendo, ellas y sus familias, los días venideros. Encomendarse a la virgen de la Caridad es una posibilidad, pero no siempre eficaz.

He conversado con la familia que aún tengo allí, después de coger una fruta de un guayabo, y les he oído lamentarse (“estamos peor que nunca, mijito”) y resignarse otros: “Ven acá. Dile a los españoles que esto no va a cambiar nunca, o que, si lo hace, será cuando nosotros ya no estemos para verlo”.

A veces pienso en aquel vuelo último de Iberia. Si no lo hubieran tomado mis padres, yo sería otro y viviría cercado entre la miseria de la isla y los tiburones que la rodean. Otras veces, al reflexionar sobre la historia cubana de las últimas décadas, me pregunto cuánto tiene que sufrir un país para sacarse de encima a unos dictadores.

Pero, sobre todo, me pregunto cuánto más aguantarán los cubanos.

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