El juego de Ender, la cruel novela de ciencia ficción de Orson Scott Card publicada en 1985 con la que muchos adolescentes conocimos lo que es un genocidio antes de que nos lo enseñaran nuestros profesores de Historia, empieza con una frase que todos los fans del libro conocen de memoria:

En el momento en que realmente comprendo a mi enemigo, el momento en que lo comprendo lo suficientemente bien como para derrotarlo, también lo comprendo lo suficientemente bien como para amarlo. Es imposible comprender a alguien bien, lo que quiere, aquello en lo que cree, y no amarlo como él se ama a sí mismo.

Orson Scott Card es sólo un escritor de novelas juveniles, no Carl von Clausewitz, pero en este caso no andaba demasiado lejos de las obviedades para orientalistas muy cafeteros de Sun Tzu: “Para conocer a tu enemigo, debes convertirte en tu enemigo”. 

La pregunta es ¿ha hecho Occidente ese ejercicio con la Rusia de Vladímir Putin? Y no ya para empatizar con ella, sino porque ¿cómo pretendemos derrotar aquello que no comprendemos?  

Las frases de Sun Tzu y de Scott Card no son aplicables por supuesto al nazismo y al comunismo, los ejemplos más depurados de mal absoluto, mesiánico e industrial jamás pergeñados por el hombre. Pero probablemente sí lo sean a otros conflictos menores en los que lo que está en juego no es la creación de un paraíso en la Tierra a costa del exterminio de millones de seres humanos, sino sólo los viejos y tradicionales equilibrios de poder regional. 

La recomendación de comprender a tu enemigo antes de entrar en guerra con él tiene dos corolarios.

El primero es que si es cierto que para derrotar a tu enemigo debes empatizar íntimamente con él, conviene abstenerte de hacerlo si tu objetivo es reducirlo a cenizas.

Fue John Maynard Keynes el que alertó de que nada allanaría más el terreno al resentimiento entre la sociedad alemana que la decisión de las potencias vencedoras tras la I Guerra Mundial de imponer una paz cartaginesa humillante a Alemania para castrar así cualquier posibilidad de desarrollo económico, industrial y militar que pudiera tentarla de iniciar una nueva guerra.  

Paradójicamente (o no), fue esa paz cartaginesa, que la sociedad alemana interpretó como un castigo añadido a la propia derrota, el que, como una profecía autocumplida, más favoreció la llegada al poder de Adolf Hitler.

Sirva de ejemplo de lo cartaginés del Tratado de Versalles el hecho de que Alemania sólo pudo pagar el último plazo de las reparaciones de guerra impuestas por los vencedores en 2010, casi cien años después del final de la contienda. Sirva como segundo ejemplo el hecho de que tras la II Guerra Mundial, la respuesta de la potencia vencedora no fue repetir el error del Tratado de Versalles, sino el Plan Marshall. 

¿Y cuál es esa paz cartaginesa que Rusia está interpretando como una humillación sin que en Occidente seamos conscientes de ello?

Esto:  

El segundo corolario es que conviene también conocer las verdaderas motivaciones de los tuyos, más allá de la propaganda de guerra, para entender los incentivos de tu rival. 

El enfrentamiento con el nazismo durante la II Guerra Mundial no puede ser la plantilla que apliquemos por defecto a todas las crisis. Ni Vladímir Putin es Adolf Hitler (o Iósif Stalin, para el caso); ni la OTAN, caído el comunismo, juega el mismo papel que los Aliados en 1941; ni lo que está aquí en juego es el exterminio de seis millones de seres humanos o la propia supervivencia de las democracias occidentales. 

Putin es uno de los grandes autócratas de nuestra época, pero lo es en el contexto de un mundo, el de 2022, menos violento, brutal y despiadado que el de los años 30 del siglo pasado. Hoy, parece imposible que se pueda repetir la espiral de locura genocida de la primera mitad del siglo XX. Y aún así, la democracia española tuvo los GAL y un Gobierno que aplicó medidas que hoy calificaríamos de putinianas a sus rivales políticos y mediáticos. La francesa hundió muy putinianamente el Rainbow Warrior y asesinó a uno de sus marineros. Alemania acabó de forma putiniana con la Baader-Meinhoff. Y el Premio Nobel de la Paz Barack Obama acumuló cientos de asesinatos à la Putin nada selectivos a lo largo de sus ocho años de mandato.

En el caso de la crisis entre Rusia y Ucrania, y desbrozado el terreno de la propaganda, aparece el verdadero trofeo en disputa: el control de Eurasia. Un control por el que se enfrentan su actual detentador (los Estados Unidos, una potencia mundialmente hegemónica, pero cuyo núcleo de poder se sitúa a miles de kilómetros de distancia del territorio en disputa) y las dos potencias regionales con intereses económicos y militares en la zona: la UE y Rusia.

¿Por qué es importante Eurasia para Estados Unidos si la UE es hoy un enano militar? Porque Eurasia es uno de los tres puntos geoestratégicos clave para la supervivencia de los Estados Unidos (junto con el del golfo Pérsico y el noroeste asiático). Si Estados Unidos pierde el control de uno de esos tres puntos clave, su derrota frente a la potencia aspirante, China, será segura a medio o largo plazo

Y ese es el verdadero motivo de la implicación americana en la crisis de Ucrania y no el idealismo prodemocrático. Estados Unidos (con muchos matices) es una potencia idealista y alérgica a la realpolitik. Pero no habría intervenido en Ucrania si no viera amenazada su hegemonía en la región. Si algo es seguro es que la soberanía ucraniana y los deseos de sus habitantes son el último de los incentivos de Joe Biden.

Pero supongamos que fuera así. Supongamos que el motor de Estados Unidos fuera el idealismo democrático. ¿Por qué abandonó entonces Estados Unidos Afganistán? ¿Por qué no interviene militarmente en Venezuela y Cuba? ¿Por qué la doctrina aplicada en Ucrania no es aplicada también por los Estados Unidos en el Sáhara, donde el Gobierno americano ha reconocido la soberanía de la Rusia local (la monarquía marroquí) por encima de la soberanía y la voluntad de sus habitantes?

[En contra, además, de los intereses de España, aliado y miembro de la propia OTAN. Un país al que, en estricta aplicación de ese idealismo democrático que se le atribuye, Estados Unidos debería proteger frente a una monarquía autocrática como la marroquí, muy beligerante contra España tras el apoyo del big brother americano].

El porqué es obvio. El verdadero motor de la doctrina Donald Trump respecto al Sáhara, una de las pocas decisiones de su mandato apoyadas por los demócratas, fue el de conseguir el apoyo de Marruecos a la normalización de las relaciones diplomáticas de algunos países árabes (Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y el propio Marruecos) con Israel. Porque Israel, Oriente Próximo y, sobre todo, el golfo Pérsico son mucho más importantes para Estados Unidos que una pequeña disputa territorial de un país irrelevante como España.

Rusia, sí, es una potencia expansionista. Como lo es Marruecos, en su propio contexto regional. Pero el argumento de Moscú de que Estados Unidos no toleraría bajo ningún concepto la instalación de misiles rusos de medio o largo alcance en México, Cuba o Venezuela merece más crédito del que suele concedérsele.

Los países de la antigua esfera de influencia soviética son libres, efectivamente, de decidir su ingreso en la OTAN. ¿Deberían serlo también, entonces, los países hispanoamericanos antes mencionados de entrar en la esfera de influencia de Rusia o de China, con todas las consecuencias militares (y comerciales) que eso implique? 

Desengañémonos de una vez. El verdadero motor de las decisiones de las grandes potencias internacionales no es la democracia, sino el poder. Y por eso los análisis de los realistas como Henry Kissinger, John J. Mearsheimer, Hans Morgenthau o Samuel Huntington sobreviven al paso de los años mientras los de los idealistas se deshacen como un suflé al primer leve roce con la realidad. 

Es el equilibrio de poder entre potencias rivales inclementes el que conduce a la paz mundial, no lo elevado de los ideales morales de la sociedad de un momento histórico determinado. La democracia no supone por sí sola una diferencia desequilibrante y el auge de China a lo largo del siglo XXI lo demuestra. Más nos vale, por nuestro bien, que no confiemos en la democracia como el factor que inclinará el terreno a nuestro favor en un futuro conflicto mundial.

Porque como dice Mearsheimer, cómo está gobernado un pueblo (democráticamente o no) importa menos que cuánto está gobernado ese pueblo. De acuerdo con ese criterio, Estados Unidos está más cerca de Rusia y China que de estados fallidos como Yemen, Somalia o Siria.   

Conviene también no dejarse llevar por clichés del siglo pasado. José Antonio Zarzalejos es uno de los mejores analistas políticos españoles, pero se equivoca cuando atribuye a la Rusia actual, la de Vladímir Putin, una supuesta nostalgia soviética, y a la extrema izquierda española de Podemos una sintonía filial con el Moscú de 2022.

La Rusia de hoy añora la Rusia soviética, sí. Pero no por comunista, sino por hegemónica. Es el poder lo que añora Putin, no la forma ideológica que adoptó ese poder durante el siglo pasado. 

En cuanto a Podemos, un partido no sólo políticamente pueril, sino intelectualmente irrelevante, es probable que añore el comunismo desde un punto de vista estético, como lo añoran una buena parte de los quinceañeros. Pero su verdadera lealtad ideológica es con el narcopopulismo de los socialismos hispanoamericanos. Lo suyo es, en fin, poco más que infantilismo y antiamericanismo de pegatina. No atribuyamos a la maldad lo que puede ser atribuido sin más a la ignorancia de unos líderes políticos estrictamente ágrafos y cuyas mayores contribuciones a la ciencia política contemporánea son la tesis de que el sexo biológico no existe y la de que todos los ricos son hombres blancos heterosexuales.

Más fino sería el análisis de la sintonía entre Vladímir Putin y la extrema derecha populista occidental, a la que poca nostalgia comunista se le puede suponer. Es por esa grieta por donde se desangra el 50% de la unidad occidental frente a Vladímir Putin

Porque Polonia y Hungría tienen sobrados motivos para abominar del expansionismo ruso, pero su sintonía ideológica con ese Putin antiglobalista, antiprogresista y antiliberal es total. Buena suerte a aquel que pretenda encontrar una sola discrepancia entre las políticas LGBT de Viktor Orbán y las de Putin. Es ahí donde el populismo de derechas ve en Putin, y en sus ideólogos de cabecera, con Aleksandr Dugin al frente, un referente del antiliberalismo globalista.

Putin está, en resumen, más en sintonía con Éric Zemmour, Marion Maréchal u Olavo de Carvalho que con la extrema izquierda realmente existente hoy. Es más, se comprende mejor el marco mental del antiliberalismo putiniano leyendo a Michel Houellebecq que a Karl Marx o Antonio Gramsci.

El restante 50% de la unidad occidental frente a Putin se desangra por el flanco más débil: el de la UE. Porque son Estados Unidos y Reino Unido los que están liderando la respuesta frente a Putin (con el añadido de España, que sólo pretende ganarse el apoyo de Biden en la crisis de Marruecos), y Francia y Alemania los que, con más o menos sutileza, están abogando por la realpolitik frente a Rusia.

No sólo por sus intereses energéticos (que también: el 41% del gas que llega a Europa tiene origen ruso), sino por la evidencia de que quienes tendrán que lidiar con un hipotético oso ruso enfurecido después de que Estados Unidos imponga una hipotética paz cartaginesa a Putin serán los europeos y no los americanos. Estados Unidos pretende luchar contra Putin hasta la última gota de sangre… de los europeos. Pero ese es un lujo que la UE no puede permitirse.

Y de ahí las reticencias alemana y francesa, ejemplificadas en las palabras de Emmanuel Macron y en las del jefe de la Armada alemana, el almirante Kay-Achim Schönbach, durante su reciente visita a la India:

¿De verdad lo que Rusia quiere es una pequeña franja de terreno de Ucrania? No, no es eso lo que quiere. Putin sabe que si invade Ucrania, dividirá a la opinión europea. Pero lo que realmente quiere Putin es respeto al máximo nivel. Y, por Dios, mostrarle respeto a alguien tiene un coste muy bajo. Es gratis, de hecho. Si me preguntaran (y no me han preguntado), pero si me preguntaran, diría que debemos darle a Rusia el respeto que exige y que probablemente se merece. Rusia es un viejo país, un gran país. Y nosotros, Alemania e India, necesitamos a Rusia contra China. Si mostramos respeto por Rusia, la mantendremos lejos de China. Porque China necesita los recursos rusos, y Rusia está dispuesta a dárselos porque nuestras sanciones muchas veces se han ejecutado incorrectamente. Y por supuesto que no podemos permitir la invasión de Ucrania. Pero la península de Crimea ya se ha perdido [en manos rusas] y no volverá jamás. Eso es un hecho. Ucrania no cumple los requisitos para formar parte de la OTAN. Georgia sí los cumple. Pero ¿es inteligente meter a Georgia en la OTAN? No, no lo es.

Hay tres preguntas interesantes en esta crisis. 

1. La primera es cuál es el verdadero plan de Vladímir Putin

Suele decirse que Putin es mejor estratega que cualquiera de sus rivales euroasiáticos, e incluso que los Estados Unidos de Joe Biden. Pero también es cierto que es más fácil diseñar estrategias globales de largo alcance cuando tu liderazgo no depende de unas elecciones democráticas. 

En este sentido, China y Rusia cuentan con una clara ventaja operativa frente a cualquier presidente de los Estados Unidos, mucho más dependiente de la opinión pública de sus ciudadanos que Putin y Xi Jinping.

2. La segunda pregunta es cuáles son los planes americanos para Ucrania a medio y largo plazo, más allá de atiborrarla de misiles americanos capaces de impactar en Moscú en cinco minutos. ¿Lo considera, siquiera, un país viable? ¿O pretende únicamente utilizarlo como arma contra Putin hasta el día en que, por las exigencias geoestratégicas de Estados Unidos en el Pacífico, Ucrania sea abandonada a su suerte? 

3. La tercera es cuál es el plan de la UE respecto a Rusia y cuál es el grado real de coincidencia de los intereses europeos y americanos en este terreno. ¿Un 100%? ¿Un 50%? ¿Cero? 

Esas sí son preguntas interesantes. Sobre todo para los ucranianos, la carne picada de ese emparedado euroasiático de tres pisos formado por los Estados Unidos, la UE y Rusia.

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