Estábamos sentados en un bar. Era la muerte de agosto y las nubes iban engullendo San Sebastián. A bocados. Como casi todos los días, imagino. Karmelo, entre el primer y el segundo café, miraba. Él hacía como que miraba, pero yo sabía que estaba escribiendo. Me puse nervioso. Miré yo también. Quise descubrir dónde estaba el poema, pero no lo logré. Unos cuantos segundos después, regresamos los dos a la conversación. Yo con las manos vacías; él, con unos cuantos versos. Creo que, por eso, no me dejó pagar la cuenta.

Llevo mucho tiempo leyendo a Karmelo C. Iribarren. Como tú, imagino. Y aunque no te pueda contar su gran secreto -el de esos poemas que encierran las pequeñas grandes cosas-, sí te puedo desvelar su cartografía emocional, los lugares donde escribe, la conexión entre sus textos y esas vivencias que los construyen.

Porque a posteriori todo resulta sencillo: los poemas de Karmelo parecen estar escritos para cada uno de nosotros. Es el llamado “efecto espejo”. Un disparo de pistola, un bumerán: “¡Pero si esto es justo lo que me pasa a mí!”. Pero, ay, amigo, lo difícil es verlo, como él en aquel café.

No tengo ni idea de si la fecha es casualidad o no, pero lo nuevo de Karmelo, “El escenario” (Visor, 2021) ha llegado con el otoño. Como sus letras, que viven todo el año en ese camino que va del otoño al invierno.

Decía que, aquella tarde, estábamos en un bar. En la plaza del Buen Pastor, en la terraza. “El escenario”, podría decirse también. Los bares -él hizo toda una vida, y sus primeros poemas, detrás de la barra de uno- siguen intactos en este libro: “Para celebrar la vida, o para olvidarte de ella si te enseña los colmillos, no hay nada mejor que un bar”. ¡Hay tantas cosas que no serían lo mismo sin los bares! “El amor, la amistad, el olvido”.

A Karmelo le gustan el Café Viena, las mesas del Hotel Londres, aquel lugar, a orillas de la catedral, donde estábamos sentados… Cuando íbamos a marcharnos, sin negociarlo demasiado, nos lanzamos a pasear. Yo ya estaba entonces -¡creo que no se dio cuenta! O se hizo el loco...- imaginando un artículo como éste. Iba a desentrañar los secretos de “El escenario” antes de su publicación. Pero había que hacerlo así, como se escriben los poemas, sin planearlo. Eso de “un día con” hace tiempo que se ha convertido en un género dedicado a los políticos.

Antes de citarse conmigo, averiguo ahora que leo el libro, se había acercado a ver el mar a primera hora de la mañana: “Como suelo hacer casi todos los días”. Se había topado “con unas nubes negras que se abalanzaban sobre Igueldo como búfalos en estampida”. La banda sonora, “la infantería de las olas”.

No sé pasear despacio. Y quizá sea eso, y no tanto leer, lo que tenga que hacer para escribir una poesía mejor. Karmelo, a cada rato, se paraba y me contaba una anécdota. Llevaba las manos a la espalda, entrelazadas, como si estuviera preso de la historia que iba a relatar.

Pero le hemos pillado, miren el poema: “Cada vez es más difícil/ver gente paseando por las calles/con las manos a la espalda/Es un gesto que ha caído en desuso/Hoy día/a juzgar por algunas miradas/los que nos mantenemos/fieles a él/componemos una imagen sospechosa/La realidad, sin embargo, es muy distinta/Gracias a nuestra parsimonia/la velocidad hacia el desastre/parece un poco menor”.

¡Tardamos casi un cuarto de hora en ir a la librería Lagun y a Fnac a ver las últimas novedades de poesía! Hablamos de Miguel d’Ors, de algunos poemas que nos gustan. También me recomendó poetas que hoy parecen prohibidos, como Leopoldo Panero padre. Luego me contó de su hijo, el otro Leopoldo, que solían pasear, como nosotros aquella tarde, y que recién salido del manicomio el poeta escribía poemas en las servilletas de los bares. ¿Y qué hacía con ellos? “Los rompía en mil pedazos y los tiraba al suelo. Aunque alguno debió de recoger porque los vi después en sus libros”.

Nos acercamos al mar, aunque no alcanzamos el Puente de la Zurriola, donde “el río llega a la ciudad revuelto y turbio”, donde “el aire huele a espuma fresca”. Es curioso ese poema. Ocurre como con la poesía de Karmelo: baja el agua oscura, “turbia”, pero la sensación final es esa “algarabía feliz de las gaviotas”.

Intentamos sentarnos en otro bar, pero estaba desbordado. Toda la calle desbordada. Miramos, siempre mirando, y nos fuimos. Creo que Karmelo, con esa mirada, también escucha. Su voz viene siendo la de una ciudad. Está generoso en su último libro porque él mismo explica el secreto de sus palabras: “Ni proponen enigmas ni resuelven misterios, son solo esas palabras que utiliza la gente para hablar de los asuntos de la vida cuando se encuentra por la calle. Palabras viejas, gastadas por el uso, que rara vez alzan el vuelo, palabras de los días laborables, de conversación de bar. Con suerte, un día consiguen atrapar un gesto, esa luz de la tarde, esa mirada que ya nunca será igual”.

Pasamos por un jardín donde él jugaba de niño. Cuando tenía suerte, le dejaban alquilar una bicicleta. Hoy, ese jardín de cuyo nombre no puedo acordarme, parece sacado de Budapest. Está envuelto en la decadencia. “Entiendo que los modernistas se quedasen prendados de los jardines melancólicos. A mí, que no llego ni a moderno, me sucede lo mismo”.

Pasamos por la puerta de un colegio. Hablamos de las universidades. En “El escenario”, se refiere con ironía a la llamada “gran poesía”, que no tiene por qué corresponderse con la mejor. Hace ya muchos años, estuvo tentado de abrir esa puerta: “Allí dentro no había nada para mí. No me ha ido mal sin reincidir”.

Dice Karmelo de Luis Alberto de Cuenca que lleva americana y vaqueros porque lo mismo te habla de la poesía del instante que de los clásicos griegos. Lo mismo podría escribirse sobre él: porque Karmelo, casi sin darse cuenta, lo mismo opina sobre la alineación de la Real que de los endecasílabos de tal poeta clásico. No sé dónde ni cuándo, pero él tío se lo ha leído todo.

Ay, ¡la Real! Ahí flaquean el descreimiento y la melancolía que nutren tantos poemas de Karmelo. No puede resistirse. Sueña cada fin de semana con una victoria. “Poesía realista”, se reía el tío cuando pasábamos, de vuelta a casa, por las faldas de Anoeta.

“Estos tiempos eufóricos de proclamas y consignas acabarán también formando parte, junto a los viejos amores, las guerras y demás causas perdidas, de cualquier conversación de bar. El trayecto, breve, suele ser siempre el mismo: de la esperanza a la melancolía”. Con ese poema, aunque yo no lo había leído todavía, volvimos a un agosto que se moría nublado; volvimos a ser soldados felices en la derrota.

Se despidió junto a un edificio que le gusta porque parece estar sacado de Chicago. Creo que dijo algo de su hija. Un rayo de sol hirió las nubes en ese instante. ¡Qué lista es la casualidad! Ay, la alegría… “A mí donde más me gusta verla es en los ojos de mi hija”.