Digo yo que lo del independentismo debe ser como el sexo o como la semana santa: desde dentro será seguro la hostia de emocionante, pero, vistas desde fuera, estas expresiones pasionales tienen algo entre ridículo y perverso, rayanísimas en la comedia. Desprovistas de carne, humedad y vehemencia, vacías de afecto, deseo o devoción, las imágenes te tumban: el sexo es un apareamiento a menudo poco estético, la semana santa, un paseo de muñecos con musicón, y el independentismo, un delirio colectivo llevado demasiado lejos. Es sólo el entusiasmo lo que le da sentido a los teatros del mundo. Las ganas de creer.

Me gustaría temer su locura, pero es que está muy cerca del sketch: cuando esta semana vi en televisión a estos tipos haciendo la señal de la victoria con los dedos -como las turistas asiáticas en El Prado-, sosteniendo una pancarta de dudoso gusto tipográfico que rezaba “freedom por Catalonia” y agitando su banderita -maldita la gracia que me hace ningún trapo-, pensé “madre mía, cómo viene el ejército de Pancho Villa”. Pobres hombres, en verdad: después de estos años, ¿qué ganas tendrán de revolución? Que serán muy separatistas y yo no se lo niego, pero al final del día, como cantaban los Jarcha, uno sólo quiere su pan, su hembra y su fiesta en paz. Uno quiere liviandad e incluso cutrez, si es necesario, como las chanclas del verano.

Me dio agobio pensar en cómo les jalearán ahora los suyos y cómo les incitarán a volver al barro, cuando esta peña estará soñando con las sábanas frías de la costa, con el vermú de la una y media, con las gafas de sol sustentas en el cráneo, al estilo de los hombres tranquilos y verborreicos de las tabernas que ven morir la tarde por los cristales y duermen de seguido, sin fármacos. ¿Hasta dónde llevarán la ficción? ¿Puede una novela durar toda la vida? ¿Hasta cuándo seguirán timando al pueblo catalán?

Yo soy andaluza y de izquierdas: su xenofobia y su desprecio me insultan directamente, como ciudadana natal de una comunidad pobre y marginada y como mujer de vocación internacionalista, pero me está diciendo el país que no puedo estar en contra de los indultos porque eso es de facha. A mí lo facha me parecen los privilegios legales -como el aforamiento-, la trampa, la connivencia: a mí lo facha me parece la herramienta del indulto en sí, en general, porque es casi un trato entre mafias -aquí, la del Gobierno español y la de la burguesía catalana-. Sus guerras no son las mías: observo sus reyertas desde fuera, gélida, hastiada, bostezante, como quien mira a dos ratas pelearse por un churro.

Podemos discutir sobre la conveniencia o la ecuanimidad de la norma: podemos discutir sobre la penalización del delito de rebelión -¿ha de ser más duro, más blando?, qué sé yo-. Pero lo que no me sirve, ni como jurista, ni como periodista, ni como votante, es hacer la ley para hacer la trampa, quizá porque lo primero que me enseñaron en Derecho es que la justicia es la razón desprovista de pasión, y el indulto, por definición, es un trato emocional, anímico, circunstancial, discrecional, parcial y terriblemente discriminatorio.

¿Por qué tienen que disfrutar estos señores del indulto cuando ya vienen gozando en la vida de sus tratos cariñosos de pertenencia a la clase política, por qué ellos sí y no otros presos comunes? ¿Porque a nadie les importan, porque no son mediáticos? Ese trato de favor me enerva y me parece profundamente antidemocrático. No: facha. Me parece facha.

Sería ideal que pudiésemos estudiar los desajustes del sistema de justicia caso por caso, sería ideal ser psicólogos, enfermeros, confesores, abogados, hermanísimos del alma del reo, ángeles guardianes, incluso: pero es imposible, no es práctico, no tenemos dinero, ni medios, ni ganas, ni estrella, ni tiempo. La ley no es perfecta -cómo va a serlo, si ha sido creada por humanos-. La ley es modificable. Pero lo cierto es que es lo único que tenemos a mano para ser todos igual de importantes: incluso en nuestros delitos, incluso en nuestras faltas.

No sé quién es Pedro Sánchez, no sé quién ha sido tampoco ningún presidente del Gobierno anterior -como Aznar con los 16 notas de Terra Lliure- para creerse con la legitimidad de desafiar la norma común. Que lo hubieran sometido a voto, al menos. Mientras tanto, su opinión, su gestión, su estrategia, su modo de resolver los conflictos no vale más que el nuestro. Por otra parte, si yo fuese independentista, me parecería una humillación recibir un indulto de un Estado que considero opresor, semifranquista y ladrón. Me parecería una manera triste de agachar la cabeza. Me parecería una manera de legitimar todo aquello en lo que no creo. Los niños punkis de Cataluña quieren follón, sí, pero también quieren dormir mulliditos esta noche: todo no se puede, guapos.

Será que todo se vació ya de contenido. Llamamos activista a cualquiera. Llamamos preso político a cualquiera. Llamamos república al primer chiringo que montamos con dos megáfonos. Y lo peor es que la izquierda ha comprado este relato cutre, mediocre y reaccionario. En fin, yo sigo aquí, como siempre, un poco sola pero sin pedir perdón ni recibirlo de nadie, a diferencia de ellos. Otra vez vuelvo a no estar en el bando de los curas.