La mosca impertinente que ayer entró en el cuarto de estar mientras comía me causó más molestias que la dichosa vacunación. Husmeó en los restos del melocotón, hizo escala en una rebanada de pan tostado, intentó instalarse en mi oreja derecha, se posó en la pantalla del televisor y, entremedias, ese ruidillo de motor averiado.

Lo digo antes de que hayan pasado doce horas, desde luego. Doce horas del pinchacín, porque la mosca huyó por alas y por la ventana al minuto, en cuanto hice mención de aplastarla con un suplemento dominical.

El personal, según comprobamos en las redes, sale del rito de la vacunación como dicen que Luis Miguel Dominguín salió la primera vez de la cama de Ava Gardner: con unas incontenibles ganas de contarlo. Y deseando ya la segunda dosis.

La vacunación tiene, qué duda cabe, una trascendencia muy superior. En principio, vaya. Nos libra de los pésimos quebrantos ocasionados por el insidioso virus. Aunque lamento recordar que si no es por esto, moriremos por cualquier otra cosa. Esa sensación de inmortalidad que adquirimos tras el pinchazo (y de ahí, la euforia) es falsa, tiene el carácter efímero del vivir mismo, del tiempo que vuela como vuela la mosca.

Pero en lo que se refiere al acto (al acto de la vacunación, no al otro), hay que reconocer que resulta un tanto decepcionante. Esto es por causa de las expectativas, del tantísimo tiempo (meses) que hemos dedicado a esperar nuestro turno y a cavilar sobre el acontecimiento.

Luego resulta que te toca, por fin, vas, coges, agarras, llegas, te pinchan durante tres segundos y ya está. "¿Ya está?" le preguntamos todos y cada uno, incrédulos, a la enfermera. Y ella nos responde como a los otros mil anteriores vacunados que han preguntado, por defecto, lo mismo: "¡Ya está!". ¿Y qué esperábamos? ¿Que sonaran violines y trompetas?

Mientras pasaban las semanas y los meses nos sentíamos protagonistas, y casi víctimas, de una futura aventura muy personal e incierta. Esa vacuna que nos era esquiva, que ya (ya) se estaba suministrando a todo el mundo (a todo el mundo) menos a nosotros. La ligera paranoia de haber sido postergados, quién sabe si olvidados (¿adrede?, no digo que adrede), nos iba acercando a la penosa épica de los antihéroes. ¿Qué pasa conmigo? ¿Dónde está la mano negra?

Y, luego, ese protagonismo de perdedor, largamente modelado a plena insatisfacción, se desmorona en un suspiro y, encima, ni te enteras. Y mira que ya nos lo habían dicho quienes nos precedieron en el insulso trámite: "Es que ni te enteras".

Insulso, sí, pero, fuera de toda broma, muy importante. Son muchos los actos (de variada naturaleza) que son en sí mismos insulsos (y breves), pero importantísimos. Echar, por ejemplo, una firma. Nada, un segundo. Y puede ser el contrato de tu vida. Bueno, un contrato de seis meses, en términos actuales.

A quienes todavía no han sido vacunados, y si quieren sacarle un poco de chispa al evento, les recomiendo que se concentren en los diez o quince minutos que deben permanecer en el centro tras el… pschá, nada. Gran oportunidad para meditar, para conocerse a uno mismo, para tener conciencia de ese cuerpo y esa alma nuestros que tanto quieren ser escuchados, llamar la atención propia y ajena. ¿Me pica o no me pica?

Y es que es lo que hay: te pica o no te pica.

P.S: Escribo, ya digo, antes de que hayan pasado doce horas del evento. A ver si va a ser que luego…