Escena 1. Tarde del lunes.

Centenares de marroquíes que acaban de entrar ilegalmente en Ceuta se precipitan por las calles de la ciudad. No llevan mascarillas. Van con lo puesto. Pero han logrado su objetivo y marchan, eufóricos, chillando. Cogen fruta a la carrera de algunos establecimientos.

Los comercios empiezan a bajar las persianas. La gente recoge a sus hijos lo más rápido que puede y se refugia en sus casas.

Una señora observa asustada desde su ventana cómo varios jóvenes intentan forzar la entrada de la vivienda contigua a la suya. Se han dado cuenta de que está vacía y buscan refugio para la noche. La mujer tiene tanto miedo que es incapaz de marcar el teléfono de la Policía. Está paralizada. Su casa puede ser la siguiente.

Escena 2. Tarde del miércoles.

Un soldado acompaña por la orilla del mar a un adolescente sujetándolo del brazo para devolverlo a Marruecos. El chico camina descalzo y aún empapado. Y llora. Llora desconsoladamente como un niño en un cuerpo de hombre.

Su hermano cruzó el lunes a España y no quiere separarse de él. Siempre estuvieron muy unidos. Se prometieron buscar una vida mejor en Europa. Juntos. Ya no podrá ser.

Son dos escenas reales que provocan sentimientos encontrados y ante las que es imposible permanecer indiferente. Dos escenas que te empujan a ponerte en la piel del derrotado.

La situación me recuerda aquella película en la que un nazi persigue a un judío en la Alemania de los años 40 y, como por un sortilegio, el nazi se convierte de repente en el perseguido, de tal forma que siente el pánico y la angustia que hasta un segundo antes padecía su víctima.

Lo ocurrido en Ceuta plantea un dilema ético, porque no es realista pensar que se puede dejar cruzar la frontera a todo el que quiera sin que eso tenga consecuencias en la vida de los ciudadanos del país de llegada. Así pues, si quieres salvar a la mujer aterrorizada tras los visillos debes condenar al chico a su vida de miseria. Y al contrario, si pretendes darle una oportunidad al joven, pondrás a la mujer en peligro. 

Desconfío de quienes tienen una respuesta rotunda y definitiva ante un conflicto de esta naturaleza. Comprendo al ceutí que hoy dice: "Te dan pena hasta que se meten en tu casa", de la misma forma que entiendo la rabia y me identifico con el muchacho al que le hurtan la posibilidad de ganarse una vida mejor.

Si somos conscientes de que las cosas no son blancas o negras, estaremos más cerca de entender que otros tengan una posición distinta de la nuestra. Yo tengo la mía. ¿Cuál es la tuya?