Hay pocas cosas que me saquen de quicio y probablemente todas ellas tengan que ver con la falta de respeto, con la desfachatez del que va por la vida sin plantearse qué consecuencias tienen sus actos sobre el prójimo o, lo que es peor, siendo consciente de que son molestas y actuando de todos modos.

Si alguien, ante esta declaración, duda sobre si pertenece a esa especie, probablemente es que no. Pero por si acaso, dejaré por aquí lo que les planteo a mis hijos cuando su comportamiento no va por donde tendría que ir: imagina que todos hicieran lo mismo que tú, ¿este sitio donde estás sería agradable?

El problema llega cuando a los adultos de hoy en día nadie les formuló esa pregunta. De aquellos barros, estos lodos. Y el sacudir una alfombra al tiempo que riegas sobre las cabezas de los transeúntes, y el consultar el móvil constantemente mientras ves una peli en el cine, y el hablar a gritos en el transporte público (especial mención a los que compran su billete en el vagón silencio para joderles los tímpanos a los ilusos que creían que el suyo sería un trayecto tranquilo).

El capítulo de los ruidos daría para una columna completa. Aquí incluyo a los que dejan a su perro en la puerta de la frutería de debajo de mi casa ladrando sin cesar durante media hora, al camión del vidrio de los sábados amaneciendo.

Sé que no es cosa del conductor, no sé de quién es esto, pero alguien lo decide y no me cae bien. Y a los que berrean en los restaurantes impidiendo que te puedas concentrar en tu propia conversación o en tus pensamientos.

Justo ayer me encontré con un señor de estos gritones que me llamó la atención, aparte de por su volumen insoportable, porque hablaba con su gritona contertulia sobre algo de convocar a los medios para un asunto político. Daba detalles de su opinión sobre periodistas y periódicos sin, al parecer, percatarse de que a su alrededor había un montón de gente enterándose del sarao por un lado y siendo molestados, por otro.

La conducción es otro de esos escenarios en los que la educación brilla por su ausencia, pero como conduzco poco últimamente, sólo lo menciono, por si ayuda a alguien mi reivindicación. Unos intermitentes, un dejar el claxon tranquilo, un no me bloquees el coche por aparcar en doble fila, por favor.

Y ahora vamos a mis irrespetuosos favoritos. Los fumadores pandémicos callejeros. Esos que disfrutan de una norma no escrita, un rollo microclima sólo aplicable a ellos y que les exime de llevar mascarilla por la calle, o cuando se apalancan en un portal a darle al cigarro, o cuando echan en el interior del establecimiento en el que entran el humo de su última calada.

Ese humo que, tan agradablemente, se queda pegado en tu mascarilla. Una cerdada de dimensiones galácticas, vamos.

Ante mis quejas en las redes sociales por esta desfachatez y, supongo, ilegalidad, alguien me ha comentado que soy poco comprensiva y que no se entiende mi persecución hacia estas gentes ahumadoras.

En lo de comprensiva, toda la razón. No comprendo cómo alguien, como tantos álguienes, puede tener semejante jeta y mostrarse tan insolidario. Y no añado adjetivos, que me caliento. En cuanto a la persecución, sólo hay que salir a la calle cinco minutos para ver quién está jodiendo a quién. Porque supongo que de eso trata la persecución, de pasarme por el forro tus derechos, tus pulmones y la ley, ya de paso.

Luego están los que yo llamo los corredores de proximidad, que pasan a palmo y medio de tu cara con el jadeo razonable propio de su actividad. Pero vamos a ver, pero vamos a ver. O te pones mascarilla, o corres en las calles desiertas, o no corres.

Y esta última frase es la que resume el fondo del problema, el que provocan los que, entre hacer lo que les sale de las narices y molestar o, por lo contrario, contenerse, convirtiendo así el mundo en un lugar más agradable, optan por lo primero. Incomprensible, pero cierto.