Desde que una amiga psicóloga me aconsejó usar las tres ces en la educación de mis hijos, he intentado aplicarlas en todo en la vida.

Ser coherente, consistente y constante te facilita en gran medida la consecución de objetivos y evita arrepentimientos innecesarios, que son los que se dan cuando no te haces las preguntas correctas. Cuando te pasas lo realmente importante para ti por el arco del triunfo, atenta a todo menos a tu sagrada voluntad.

Esta columna se publica los viernes, pero vamos a imaginar que hoy es martes, 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer.

O no, porque qué más da, la situación no ha cambiado mucho en tres días, qué pena.

A lo que iba. Que en el feminismo también nos iría bien aplicar mis tres queridas ces, porque de nada sirve teñir el planeta de lila si llego a casa y mientras el pariente ve la tele, yo preparo la cena y baño a los niños.

Si cierro el pico ante los comentarios machistas de algún amigo neandertal.

Si no empiezo por mí, que es por donde empieza todo. O debería.

El lugar desde donde uno hace, siente y dice es el mismo lugar al que le llegará al de enfrente. Y el convencimiento ancestral de que no me merezco se refleja en lo que soy.

Hablo de sueldo, de bienestar, de descanso, de todo. No es posible liderar nada si antes no aprendo a conducir esto que soy, y no sólo en teoría. Habrá que coger el volante y demostrarme, demostrar, mover el culo.

Vamos a empezar por el respeto hacia una misma.

Por recoger todos los estereotipos y lanzarlos por la ventana.

Por actuar a pesar de mis miedos y aprender a usar mis talentos, que son muchos.

Por el manejo de mi voluntad, que incluye ignorar los juicios ajenos.

Por confiar en mi capacidad para conseguir que me pase lo que quiero que me pase.

Por convencerme de que he de decidir qué es lo que quiero que me pase porque, si no, inevitablemente, alguien lo decidirá por mí y eso es un asco. Vida sólo hay una, sería un detalle vivir la mía y no la del vecino.

Nos han enseñado a cumplir las promesas que hacemos sin contarnos que el compromiso más importante es con nosotros, con nosotras. Obedecemos los mandatos externos y nos quedamos sordos ante los internos. Y así nos va. Rueda de hámster, inercia, desconexión.

No nos hacemos caso porque sentirse importante es de creídas, pero quién te has pensado que eres. Y lo peor es que no lo has pensado nunca, así nos va.

Mejor no brilles, no asomes la cabecita, que si destacas te atizarán. Pero es que desde el rebaño gris no se consigue nada, así que mejor pintarse de colorines para que otras hagan lo mismo.

Todo se pega, la valentía también. La auténtica, la que va de dentro afuera. Qué cierto lo que escuché el domingo en la obra Viejo amigo Cicerón. El maestro no enseña lo que sabe, enseña lo que es. Entiendo que a la maestra le pasa exactamente lo mismo.

Seamos y enseñemos, entonces, la historia que nos queremos contar. Una llena de alegría, que nos ancle los cimientos a la vez que nos impulse. Que nos permita aprendernos. Que nos aleje de lo que no y nos inunde de lo que sí. Seamos coherentes, consistentes y constantes, una a una, para luego serlo todas juntas.

Y todos juntos, claro.