Uno de los tantos síntomas molestos de la fatiga pandémica es el despiste, un empane total que te impide saber qué día de la semana es o para qué has ido a la cocina. En el caso de algunos, como la que escribe, esta nube gris que nos acecha no ha hecho más que incrementar la disgregación mental habitual.



Dónde he dejado las llaves, qué hace el mando de la televisión en la nevera, por qué lleva dos días la ropa mojada dentro de la lavadora.



Cené hace unos días con unas señoras que saben mucho acerca del funcionamiento del cerebro. Comentando con ellas que ando como pollo sin cabeza y que me cuesta la vida centrarme en una sola idea, ya sea escribiendo, impartiendo charlas o hablando con mis queridos hijos, una dijo: “No te preocupes, tienes pensamiento arborescente”.



Ah, vale.



Sin saber todavía si eso es mejor, peor o igual que ser dispersa de narices, el nombre me gustó más. Árbol, ramas, qué bonito. Y tiene lógica, además.

Teniendo en cuenta la influencia que tienen las palabras con las que nos definimos sobre nuestro autoconcepto y autoestima, lo de la ramificación me parece más constructivo que el resto de adjetivos que conocía hasta ahora para describir el solape de ideas, el chorreo de imágenes continuo. El enredo y el olvido, uno detrás de otro.

Qué cruz, Señor. Y qué cansancio.



La solución pasa por saber cómo funcionamos los que, en lugar de caminar sobre una línea, nos conducimos entre un laberinto de emociones, posibilidades, recuerdos y asociaciones mentales. El hemisferio derecho de nuestro coco funcionando a todo lo que da. Para nosotros se convierte en una tortura el darle forma a un proyecto, estructurar una reunión o un discurso, hacer un plan de fin de semana.



Como contrapunto, menos mal, somos capaces de pensar fuera de la caja, expresión americana para definir a los que aportan soluciones diferentes y creativas a problemas de siempre. La ventaja es la velocidad, el problema es el caos y la hipersensibilidad.

Coger esa masa gigantesca e informe para convertirla en palabras se convierte en tarea casi imposible.



Te levantas pensando y te acuestas pensando. Y, a veces, sueñas pensando. Quizás haces más cosas que la mayoría, ya que se te ocurren más cosas que a la mayoría. Pero siempre tienes la sensación de que no has hecho lo suficiente, porque es imposible que el mundo real tome la velocidad de tu pensamiento.

Y maldices cada idea que llega en la ducha porque no puedes apuntarla. Sabes que desaparecerá para siempre jamás, devorada por los otros millones de ideas que están esperando en la cola, histéricas.

Y aguantas la respiración esperando a que salgan. Pero nunca acaban, las muy cabronas.



En los exámenes, lo aprendido llega mucho más rápido de lo que la mano puede reflejar y te da miedo que se te olvide, entonces apuntas palabras sueltas a toda velocidad en los márgenes, y a lápiz, para poder borrarlo.

Consecuencia de la velocidad en la escritura es la mala letra. Cuántas veces me llamó el profesor en la facultad para que le leyera el examen. Incluso a mí me costaba entenderme.



Cuando llega el momento de analizar una noticia, te aturde la sensación de no saber por dónde empezar. Eres capaz de colocarte en tantos ángulos que te mareas. El de al lado expone su opinión con total claridad, y sabes que la tuya está ahí, oculta en la maraña, pero no la encuentras.



Un arma útil para aliviar esta anarquía es la escritura. Cazar lo que orbita a mi alrededor y plasmarlo en un papel, a mano, porque así obligamos al cerebro a sintetizar y autorregular. A canalizar y regular. Escribir es, en esto como en todo, alivio y exorcismo. Menos mal.