Dijo Jim Rohn que somos el promedio de las cinco personas con las que más tiempo pasamos. Tiene sentido, porque también alguien afirmó que todo se pega, menos la hermosura. Aunque estoy convencida de que también la belleza, en el más amplio sentido de la palabra, se contagia. Menos mal.



Elegimos, o deberíamos, a las personas que nos rodean. La amistad es, como todo lo importante de la vida, producto de una decisión. La de convertir el rato que andamos por el planeta en una experiencia apasionante y divertida.

Estamos hechos de tiempo, de nada más. Quienes lo pasan con nosotros son definitorios a la hora de que valga la pena. Acercarnos a personas a las que nos gustaría parecernos es la manera más fiable de ser quienes queremos ser.



Hay quien no tiene amigos, y lo escribo y siento una tristeza desoladora. La vida es una mierda si no hay testigos ni compañía. Algunos sentencian que la gente es mala por naturaleza y que todo lo que no sea soledad es una mala compañía.

Otros, en medio de la multitud, están más solos que la una. Sería el caso de los que, en lugar de amigos, se juntan con esbirros.

Todos conocemos alguno de estos. Individuos que se aprovechan de por el interés te quiero Andrés para que no les lleven la contraria. Yo te doy una posición, dinero, trabajo, estatus y tú me lames los tobillos.

Pasa en las empresas, pasa en las parejas, pasa en la política. No hay nexo más irrompible (ni más deprimente) que el que se basa en las razones equivocadas. Me trago lo que me eches con tal de quedarme aquí.



Cuántas veces me habré preguntado, ante la última salida de tiesto de algún gobernante, si no tiene a nadie cerca que le diga que por ahí no, que se te está yendo, que estás diciendo unas gilipolleces sin parangón.

En estos tiempos pandémicos que nos ocupan, por ejemplo, ha quedado patente que ninguno de los que decide tiene un amigo científico que le arree un par de hostias a base de evidencias. Una pena, la verdad, así nos va.



La amistad adulta debería ser la fuente de conocimiento emocional que no adquirimos en su momento. La que pone de manifiesto qué es lo importante de la vida. La que nos hace merecedores de amor por el simple hecho de existir. La que escampa nuestros autosabotajes continuos, nuestros miedos.

No estoy de acuerdo con quien afirma que todo lo que admiramos u odiamos en los demás está en nosotros. La admiración que sentimos ante el amigo organizadísimo, ante el que rebosa calma, ante el que cocina que te mueres no tiene nada que ver con, en este caso, mis nulas cualidades en esos aspectos.

Y si nos jode la mentira, el racismo o la falta de empatía, es porque son rasgos totalmente opuestos a nuestros valores.



Volviendo a la mierda marciana en la que estamos inmersos, y volviendo a los que mandan, insisto (como ya hice en otra columna) en que no estaría mal que, aparte del miedo, compartieran algún antídoto para el desastre emocional en el que nos vemos inmersos. Porque un país deprimido es un país arruinado, señores.



Podrían empezar por destacar lo esencial del contacto humano, sea piel mediante, o pantalla mediante, o lo que sea mediante. La amistad nos salva la vida, es el clavo frío al que agarrarse. La fórmula para ser quienes queremos ser en una situación que nunca imaginamos.