Hay dos tipos de periodistas: los que se creen en posesión de la verdad y los que, además, tratan de dar lecciones al resto de colegas. Antonio Maestre es de los segundos.

El periodista madrileño consiguió distraerme ayer unos minutos con sus tuits acerca de cómo debe informar la profesión sobre el fascismo.

No suelo prestar atención a los debates deontológicos. De la misma forma que prefiero zambullirme en el mar a discutir acerca de la salinidad o la temperatura del agua, me divierte más ser periodista que teorizar sobre el oficio.

No suelo prestar atención, decía, salvo cuando me siento concernido.

La lección de Maestre de ayer tomaba entre sus ejemplos la entrevista publicada en este periódico a la joven antisemita que se ha hecho famosa por su discurso de odio en un homenaje a la División Azul. A su entender, habíamos cometido dos errores: buscar el clic fácil recurriendo a "la chica guapa", a "la nazi guapa", y "blanquear el fascismo" dándole voz.

El primer reproche no merece demasiado comentario. Es una atribución de intenciones tan gratuita como falsa y revela tintes machistas. Sólo alguien que reduce la mujer a su cuerpo aludiría con ese desparpajo a una joven. El refranero español es rico en desenmascarar a quienes así proceden -"cree el ladrón que todos son de su condición"-, pero es más elegante El Quijote: "¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo que decir tanto de las mías?". 

La crítica de Maestre de que entrevistar a una neonazi -valdría el caso también para un violador o un terrorista- equivale a dar pábulo a sus ideas y pone en riesgo a la sociedad, puede tener más elementos para la discusión. Tampoco demasiados.

Quienes así piensan consideran a los ciudadanos inmaduros y crédulos, manipulables. Por tanto, la solución es que haya alguien que controle qué pueden leer, qué pueden ver y qué conviene censurarles por su propio bien. Y ahí están los Antonios Maestre para decidirlo.

Prefiero la tradición liberal. Parte de una concepción más elevada del individuo, pues le supone responsable y capacitado mentalmente para decidir por sí mismo. Esa tradición, que reúne a autores como Milton o Locke, encuentra quizás su versión más destilada en Sobre la libertad, de Stuart Mill.

Para todos ellos, la discusión es el mejor medio de aproximarse a la verdad. Consideran que no existe una sociedad verdaderamente libre sin el contraste de pareceres, que la razón se robustece en el debate abierto, que el hábito de contrastar opiniones, lejos de causar incertidumbre contribuye a apuntalar las verdades.

Todos ellos creen, también, que si no permitimos que se cuestionen las opiniones generalmente admitidas estamos afirmando su certeza absoluta y nuestra infalibilidad, además de marginar a las minorías.

Uno no puede enfadarse con Antonio Maestre porque su ingenuidad es tan grande como su lista de seguidores en Twitter. Aunque siempre hay quien la tiene más larga. Basta repasar cinco minutos las cosas que dice y escribe para darse cuenta de que vive en un mundo simplista y maniqueo.

A sus ojos, España está llena de fascistas emboscados, con grandes apoyos entre los poderosos y en los medios de comunicación. Extraña situación por cuanto en 42 años de democracia la izquierda ha gobernado 23 y la derecha moderada (nada de Orbán o Bolsonaro), el resto.

Pero, no se sabe muy bien cómo, estos totalitarios se esconden en las cloacas del Estado y desde allí mueven los hilos. Menos mal que el cazafantasmas Maestre y quienes con él ejercen el "periodismo comprometido" y el "periodismo antifascista" -por usar sus palabras- están al acecho.

Las víctimas siempre son de izquierdas. Da igual que la única banda de asesinos que ha secuestrado y matado de forma sistemática hasta hace cuatro días (2009) -niños y mujeres embarazadas incluidos- fuera "socialista y revolucionaria". Los criminales, siempre de derechas. 

Ahora bien, incluso en ese universo monocolor, Maestre deberá admitir la contradicción que supone criticarnos por entrevistar a la "nazi guapa" por lo que piensa, a la vez que respalda (como yo) que Jordi Évole entreviste a Arnaldo Otegi, un hombre condenado por su actividad terrorista. "Quien no lo entienda", dijo entonces, "cree poco en la democracia y en el periodismo". 

Maestre me recuerda a aquel amigo de la infancia de Unamuno que, según cuenta el escritor vasco, era el más fiel a sus principios que había conocido jamás. "Sin que tuviéramos el más pequeño roce personal ni el más leve agravio", recordaba, "llegó a negarme el saludo tan solo porque yo no pensaba como él. El pobre era un fanático".

Esa y otras experiencias llevaron a Unamuno a relativizar el valor de las ideas (y de la ideología) y a valorar más a las personas. "Que no sea para nosotros el prójimo un arca de opiniones", dirá, "sino que sea un hermano, un hombre de carne y hueso".

Así que maese Maestre, y sin acritud, lecciones las justas.