Con el solo título ya podría ocurrir que, como a la joven de falda corta, un juez me condenara por ir provocando. España es un país en el que existe gente que necesita asociarse (así ocurre con la asociación Hablamos Español, con Gloria Lago al frente), para poder defender el derecho (que además es constitucional) al uso de la única lengua que es común en toda España (además de oficial).

Esta anomalía surge del enjuague que durante la Transición se hizo con el nacionalismo y que supuso, entre otras cosas, perder la batalla de la toponimia.

Decía el gran Juan Ramón Lodares:

¿Por qué tiene que perder topónimos el español cuando se hable o se escriba en español? Recomiendo a los hispanohablantes que, mientras no haya una policía toponímica que nos detenga (no querría dar ideas) por decir Lérida o escribir Baracaldo sin k, no cedan en absoluto. No cedan”. (El paraíso políglota, Taurus)

Pues no cedamos, y aquí dejo escrito de nuevo, por mi parte, Lérida, Gerona, Cataluña (lo subrayo ahora, a propósito de esta región de España, porque estamos en plena campaña electoral autonómica).

Contaba Miguel de Unamuno que cuando, en 1930, se funda el partido ANV (Acción Nacionalista Vasca), con un ideario nacionalista pero liberal, supuestamente no supremacista (buscando así el contraste con el xenófobo PNV), uno de sus miembros de la recién nacida formación le pide opinión a Unamuno al respecto.

La respuesta de este para la ocasión es un rotundo artículo, Puerilidades nacionalistas (publicado en el periódico Ahora de Madrid el 11 de octubre de 1933), de título ya elocuente, y acertadísimo en su diagnóstico tanto sobre el nacionalismo regional en general como sobre el vasco en particular

Entre otras cosas dice allí don Miguel: 

“Lo característico del actual movimiento nacionalista vasco es que sea, sobre todo, litúrgico, folklórico, deportivo y heterográfico. A las veces, orfeónico o futbolístico. Aspectos muy amenos e interesantes, pero de escaso valor en la honda vida de madurez civil. Bien está el costumbrismo, pero no para hacer costumbres de pueblo civil maduro. Quédese para en carnaval o en festivales jocoso-florales vestirse con trajes de guardarropía regional. He escrito heterográfico y voy a explicarlo. Lo que la heterodoxia a ortodoxia es heterografía a ortografía”. 

Y se refiere con ello, como en seguida precisará, a esa transformación en la morfología de los nombres propios (toponímicos, onomásticos, patronímicos) practicada por ese nacionalismo pueril y que está hoy al orden del día (lo vemos en la superabundancia de patronímicos catalanes en los candidatos, que unen sus apellidos con i), y con la que se busca el distanciamiento diferencial con el nombre en español.

Para empezar, aclara Unamuno, con el propio nombre del País Vasco: 

“Mi Euscalerría, que es como la llamábamos antes de que un menor de edad mental [Sabino Arana] inventara ese pueril término de Euzcadi, que viene a ser algo así como, a la manera de que a un bosque de pinos, de robles, de álamos, de perales... le llamamos en castellano pineda, robleda, alameda, pereda… le llamásemos a la comunidad de los españoles Españoleda, a pretexto de que España es término geográfico”. 

Pues bien, el Estado autonómico español, y de esto se quejaba Lodares, ha llevado esta práctica heterográfica a su apoteosis. En la toponimia, por supuesto, pero también en otros ámbitos de la vida social, produciendo la completa erradicación de los nombres propios en español de muchos lugares (localidades, comarcas, ríos, sierras, bosques) situados en aquellas regiones que han adoptado, estatutariamente, una lengua regional como lengua cooficial.

Tanto es así que, por ley, en las comunicaciones oficiales, aún expresadas en español (y esto afecta, por tanto, a toda la Administración, no solo a las autonómicas correspondientes), los topónimos tienen que figurar en la lengua regional (esto produce que podamos ver en la cartelería de otras regiones, en las que no existe la cooficialidad de esas lenguas, los nombres de las localidades en una lengua regional, pero no en la lengua nacional). 

En los medios de comunicación públicos (por supuesto en las televisiones autonómicas y locales, pero también en TVE), en la instrucción pública, en el ordenamiento jurídico, en la señalización de tráfico, etcétera, se ha sustituido el uso de la toponimia en español, de tradición secular (figurando en mapas y en todo tipo de documentos depositados en los archivos nacionales), por sus nombres en esas lenguas regionales (muchos de estos nombres inventados para la ocasión, sin base en un uso previo real, como el propio nombre Euskadi que señalaba Unamuno).

Esto ha producido un proceso heterográfico, el llevado a cabo en los últimos años (ver Variaciones de los municipios de España desde 1842, del Ministerio de Administraciones Públicas), que confina los nombres en español al limbo de las palabras artificiales, inauténticas, impuestas.

La Coruña, Orense, Gerona, Lérida y etcétera son nombres cuya mera mención le hacen sospechoso a quien los profiera de centralista, reaccionario, facha, extrema derecha… Fascista, en fin, quedando incluso justificada su agresión, como está ocurriendo con los candidatos de Vox en Cataluña (que tanto Gabriel Rufián como su correveidile Antonio Maestre han defendido).

Lo que tácitamente (a veces expresamente) se da a entender con tal sustitución es que el nombre en español (en una concepción conspiranoica y, en efecto, pueril de la historia de España) es sobrevenido, adventicio, impuesto desde fuera (Castilla, Madrid). Se supone que por razones políticas superestructurales (centralización, uniformismo, homogenización) y que no responden al uso popular del término cuando, en la mayoría de las ocasiones, el nombre en español, con mayor arraigo social, está bastante más popularizado.

Sólo pidiendo el principio, completamente antihistórico, pero también antisocial (incivil, como también decía Unamuno), de la separación de estas regiones (como si fueran todas naciones aparte y no partes regionales de un todo nacional), se puede justificar esa sustitución heterográfica que han padecido, y siguen padeciendo, los nombres de las localidades, pueblos y ciudades españolas.

La opresión nacionalista española impuso esos nombres y ahora la liberación procesista los quita en justa compensación. Esto es lo que tienen, en su pueril cabecita, los Rufianes, Orioles y Torras, y quienes les votan. 

Y es que, en efecto: “¡Triste enfermedad esa de creerse un hombre o un pueblo vejados! ¡Tristes quisquillosidad y recelosidad españolas! ¡Triste manía persecutoria colectiva! ¡Por donde se va a parar a las republiquetas de taifas, al pueril juego de estatutillos resentimentales!” (Unamuno, 1931).