Hace unas semanas el dibujante francés Xavier Gorce dejaba de trabajar para el diario Le Monde. Había publicado en sus páginas una viñeta en la que un pingüino preguntaba a otro: “¿Si el hermanastro adoptivo de la pareja de mi padre transgénero que ahora es mi madre abusa de mí, es incesto?”.

La jauría internauta consideró que aquello, que un pingüino inexistente dijese algo así, era tránsfobo e inaceptable. La dirección de Le Monde se lanzó con premura a disculparse y Gorce decidió unilateralmente acabar con una colaboración que duraba años. “La libertad no se negocia”, apuntaba con un par.

La semana pasada, el periodista Juan Soto Ivars publicaba un artículo sobre el libro Feria de Ana Iris Simón (lo tengo pendiente de lectura, pero es que no me alcanzo a mí misma) y una señora interpretó un pasaje del mismo como un ataque violento a una tercera señora, escritora también, a la que ni siquiera se nombraba ni se sabe si así era.

Lo sé, lo sé, a mí también me cuesta dar crédito al desvarío. La cosa no pasó de despropósito dospuntocero porque, con muy buen criterio y profesionalidad, los responsables del diario hicieron caso omiso al delirio de la cáfila de jaleadoras que señalaban como “violencia” una crítica literaria y pedían la cabeza de Soto Ivars envuelta para regalo y sin bolsa. Ese respaldo es crucial y admirable.

Me entero ahora de que Donald McNeil, reportero del New York Times desde hace 45 años, deja de trabajar para el diario por la presión de sus propios colegas, que han remitido una carta al editor pidiendo su cese. ¿Su imperdonable falta? Haber utilizado un término racista en una charla con estudiantes durante un viaje a Perú.

Atención a lo que sigue: un estudiante le preguntó si era justo que una compañera fuese suspendida por utilizar un insulto racista en un vídeo realizado cuando tenía 12 años. El periodista pregunta si se trataba de un insulto dirigido a una persona o, por el contrario, se trataba de una canción o la cita de un libro o un título, por ejemplo. Al hacerlo, repitió el término en cuestión.

Algunos estudiantes se ofendieron, lo hicieron público y se armó la de las Navas de Tolosa. En la carta en la que sus propios compañeros -150 empleados de NYT ni más ni menos- exigen su cese, consideran que la intención de McNeil es irrelevante y que lo importante es “cómo un acto hace sentir a las víctimas”. Tócate los pies.

Son solo tres ejemplos recientes, pero podrían ser muchos, de cómo cada vez se complica más informar, participar del debate público y manifestar opiniones desde los medios. A las tradicionales aspiraciones de todo poder de controlar la información y callar a cualquiera que pueda resultar molesto, se suma ahora una nueva: la de ese reciente poder que es la tracalada virtual, dispuesta a ofenderse muy fuerte en pantuflas y esquijama.

Lo malo no es ya que lo pretenda, lo cual es entendible y siempre ha ocurrido (debe ser goloso sentirse poderoso e impune y no caer en la pretensión de que quien piense distinto sea señalado como miserable, desinformado, malvado o estúpido), lo malo es que desde los propios medios se agache la cabeza y se ceda a esas presiones para calmar al monstruo.

Que Le Monde se lance a disculparse con apremio, que lo haga NYT, que así lo haga también el propio McNeil, como lo hemos visto ya hacer otras muchas veces en casos similares (no olvidemos el caso Vigalondo y El País, el de Andy Mills o Bari Weiss), no solo es contraproducente y nos sumerge cada vez más a todos los que participamos en el debate público en una inseguridad manifiesta y peligrosa, sino que lo único que consigue con esa estrategia errónea es alimentar al monstruo. Y a ese monstruo implacable es imposible saciarlo. Tan solo se puede aspirar a ser devorado el último.