Somos tantos los que la padecemos que le han tenido que poner un nombre. Porque cuando la hipótesis se repite hasta la extenuación se convierte en teoría. Y la que nos ocupa es una que aplasta, entristece y paraliza a millones de humanos.

La OMS reconoce que estamos agotados y eso nos consuela un poco. Ya se sabe, mal de muchos…

Dicen que, en condiciones normales, el cerebro consume el 20% de nuestra energía diaria. Pero yo juraría que llevamos un año en que el porcentaje ha aumentado considerablemente y nadie nos ha informado de dónde obtener ese extra.

El desánimo llega de repente, o eso te parece. Un día te cuesta levantarte, sientes que tu cuerpo pesa el doble que ayer y que se te atascan los pensamientos uno tras otro, como si le faltara aceite a tu engranaje. Los despistes son una constante y con ellos llega la frustración. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, la ansiedad nos devora vivos. Dónde está la luz, que no la veo por ningún lado.

Como siempre, si hay causas externas que justifiquen esta desazón, nos comprendemos y comprendemos al de enfrente. Ha perdido su negocio o su trabajo, la enfermedad ha golpeado a su familia, pues normal que se hunda.

El mosqueo con uno mismo llega cuando te dices que deberías dar las gracias a cada minuto porque, de momento, navegas bien esta tormenta. Pero sólo quieres dormir y hoy te has dejado las llaves puestas, se te ha quemado la comida, no encuentras las gafas, estás de mal humor y se te salta la lágrima a la mínima de cambio.

Nadie nos ha enseñado a ser autocompasivos y nadie preveía esta patología derivada de la mierda marciana. Andamos en pelotas ante el enemigo.

Sabemos cómo esquivar al virus (o al menos intentarlo), pero no a esta plasta que se me antoja idéntica al pantano en el que se hunde Ártax, el caballo de La historia interminable.

Juraría que no nos ayuda nada sumergirnos en conversaciones interminables sobre esta situación. La Covid se nos sale por las orejas, evitémosla en la medida de lo posible, por el amor de Dios. Cambiemos de tema a otros más alegres, por mucho que nos cueste.

La alternativa no lleva a nada bueno. Zamparnos los telediarios de la mañana, el mediodía y la noche, tampoco.

Basta de emperrarnos en todo lo que no podemos hacer, con lo que mola bailar en la cocina o ver una peli en casa, ahora que tenemos canales a tutiplén. Porque algunos nacimos con las limitaciones de visualizar o la primera o la segunda cadena y nada más.

Quizás nos consuele plantearnos cómo habría sido un confinamiento sin Netflix y sin Zooms y sin comida a domicilio y sin internet en general. A mí me da un parraque.

Se habla mucho de las prohibiciones y poco de la necesidad imperiosa de mover nuestro cuerpo serrano para que todas las hormonas maravillosas que acaban en -ina nos invadan.

Lo mismo con la risa. Solicito desde aquí a los gobiernos varios un listado oficial con las pelis y los programas que más hagan reír a los seres humanos. Propongo, para arrancar, Un funeral de muerte (versión británica) y cualquier aparición de Martes y Trece. La risa nos salva la vida, la de verdad, la que no es sólo respirar.

Le pido también a los que salen en la tele que nos expliquen que, cuando recordamos un momento feliz a más no poder, nuestro coco segrega las mismas sustancias que cuando estábamos de viaje con los amigos, o dejándonos la garganta en el karaoke, o en un chiringuito de Mallorca, morreándonos a todo lo que da con un chico guapo e irlandés al que jamás volvimos a ver tras aquella noche de mojitos playeros.

Ya que podemos elegir en qué pensar, pensemos alegría y pensemos libertad. ¿Qué es lo peor que nos puede pasar?