El asunto es que Jaime Gil de Biedma no deja de ser un sujeto moral, incluso ejemplar, por el pasaje prostibulario del niño filipino en su Retrato del artista en 1956. El poeta que tituló su mejor libro Moralidades estuvo preocupado por la moral; preocupación que aplicó no solo a su vida, sino también a su arte.

En cuanto a este, tuvo la honestidad suprema de no escribir ni un poema más una vez que fue consciente de que no podía (o no le salía) “apostarse entero” en cada uno. Tensó así los que ya había escrito, aquilatando sus versos, con un respeto por el lector que no ha tenido casi nadie.

Supremamente honesto fue también el famoso pasaje del diario, que equivale a una confesión. No quiso esconder esa pieza, tal vez porque, como ha escrito Carlos Mayoral y han dicho en La Cultureta, era clave para la comprensión de su obra y la comprensión de sí mismo. Incurrencias así explican sus tormentos, o al menos indican un camino hacia ellos.

Hay que situarse en los años ochenta, los años de la glorificación del poeta. Yo, como lector jovencito, participé de aquella glorificación: sus poemas me tenían deslumbrado. El deslumbramiento era general: no había voces críticas. Solo alguna queja de José Ángel Valente, pero sin puntería (y se veía que era por celos).

Gil de Biedma era la imagen del poeta triunfador, al que todos se querían parecer. Y eso que llevaba años sin escribir poemas. Y eso que en sus poemas era habitual el autodesprecio. Había escrito “Contra Jaime Gil de Biedma” y “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”. Y versos como: “Pero más que el propósito de enmienda / dura el dolor del corazón”. O: “Amanece otro día en que no estaré invitado / ni a un momento feliz. Ni a un arrepentimiento / que, por no ser antiguo, / –ah, Seigneur, donnez-moi la force et le courage!– / invite de verdad a arrepentirme / con algún resto de sinceridad”.

Lo paradójico es que los partidiarios de Gil de Biedma los leíamos como ejercicios de una cierta pose frívola, como impostación de malditismo. A favor de esa impostación y hasta contagiándonos emocionalmente de ella, pero restándole gravedad. El poeta había contribuido en parte a ello con sus declaraciones de camuflaje acerca del “personaje poético” y del poema como artefacto autónomo. Estos juegos, por otro lado, son ‘reales’: ya nos había avisado Nietzsche de que “todo lo que es profundo ama la máscara”. Pero, ¿y si el poeta hubiese querido quitarse la máscara en el diario –o, si queremos prolongar su juego, darle turbiedad al personaje?

El caso es que sus admiradores no lo vimos y tuvo que venir Andrés Trapiello, que no apreciaba a Gil de Biedma (este le debía las mofas contra su ídolo Juan Ramón Jiménez) y que estaba heroicamente fuera de época, para verlo. Si Gil de Biedma quiso mandarnos un mensaje, solo un enemigo lo captó. Con estas bellezas majestuosas que tiene la vida, Trapiello fue el único que se tomó a Gil de Biedma en serio, al despreciarlo; mientras que acólitos como Pere Gimferrer, Rosa Regàs o ahora Luis García Montero (¡y yo mismo!) lo rebajaban en sus aprecios.

Otra paradoja es justo esta: los verdaderos puritanos son los que necesitan purificar a su ídolo para ejercer su admiración, que resulta así un poco pastelera. La admiración valiosa, sin embargo, es la que asume la complejidad y ambivalencia de su objeto de admiración, que puede causar también amargura. Sería una variante trágica de la ejemplaridad.

Fernando Savater nos enseñó en su Invitación a la ética a distinguir entre la “ética activa” y la “ética reactiva”. Esta última es la de los acusadores, la de los inquisidores, y es casi la única que se ha visto estos días, tanto entre los acusadores de Gil de Biedma como entre sus defensores, que acusaban a los otros. Es la ética, en fin de cuentas, del que no se cuestiona a sí mismo y solo juzga a los demás.

La ética activa, en cambio, es la que mantiene el sujeto con sus posibilidades y sus límites, la que organiza su fuerza, su acción, la que jerarquiza valores, la que impulsa el hacer y recapacita sobre lo hecho. Basta leer la obra de Gil de Biedma –sus poemas, sus diarios, sus cartas, incluso sus escritos críticos– pera ver en qué medida esta era la suya y en qué medida era importante para él.

García Montero tenía razón en lo de la “decencia” fundamental del poeta, porque casi en cada línea se ve ese esfuerzo de articulación ética, de coherencia, de honestidad. Y cuando fracasa no queda impune: se produce un desgarro. Casi nunca directo (tenía la cortesía de no resultar embarazoso), muchas veces ligero, distanciado con la ironía o revestido de un melodramatismo juguetón: pero ahí está. A su lucidez no se le escapa nada. Tampoco, por muy engolfado en sí mismo que estuviera, se le escapan “los otros”, como han soltado también sus impugnadores, ya crecidos.

Gil de Biedma, en fin, es un poeta moral, pero no moralista. Es un poeta del conflicto moral. Consigo mismo: una de sus decencias es la de no estar siempre a favor de sí mismo. No es un acusador, no es un blandito, no es un jabonoso. Excede a todo homenaje del Estado que le hagan. Y de todos modos ya no le van a hacer ni uno más. Sus enemigos, por demostrar que podían hacer lo mismo que “los progres”, se han cobrado esa pieza.

Para ganancia del poeta, que entra así en una zona de sombra que le conviene. Tendrá menos lectores, pero qué regocijo para los que lo descubran: unos happy few ya, literalmente. Porque hay también mucha felicidad y mucha luz en su poesía. Quizá fueron estas las que nos impidieron ver de verdad las sombras.