El Gobierno ha salvado de milagro su real decreto ley sobre el procedimiento de reparto de los fondos europeos. Conseguido el aval parlamentario y su victoria política momentánea con el aval de una mayoría ultra Frankenstein (Vox y EH Bildu remando al unísono) ahora queda lo crucial: hacer bien las cosas.

Hasta aquí, sólo tenemos ideas abstractas: recuperación, transformación, resiliencia. Son ideas aparentes, estimulantes, quedan de miedo en los powerpoints y en los vídeos publicitarios que preceden a las intervenciones de los líderes. Alguna acusa ya el desgaste, especialmente la tercera: un cachondo italiano hizo circular esta semana el bando de un supuesto alcalde de un municipio inexistente (Bugliano) que imponía una multa de 25 euros a quien la usara dentro del término municipal.

Sin embargo, llega ya el momento de bajar de las musas al teatro, esto es, de convertir esos conceptos tan cuquis en cosas concretas, de las que se ven, se tocan o arden, y hacerlo no sólo de modo que pasen el escrutinio de las autoridades europeas, que dicen estar resueltas a impedir que esta vez los dineros se dilapiden, sino en proyectos que tengamos claro que aportan de veras a la reconstrucción y proyección del país, en términos de eficacia, inteligencia en la opción y, sobre todo, decencia.

Siendo muchos, con 140.000 millones, más la inversión privada que se pueda movilizar para acompañarlos, no vamos a poder enderezar todo lo que tenemos torcido ni tapar todos los agujeros que presenta nuestro tejido económico y social. Habrá que elegir bien qué disfunciones se corrigen y qué apuestas se hacen, de manera que el efecto sea capaz de arrastrar al resto. Y también tener muy claro por dónde no se debería volver a ir.

Y como todo esto sigue siendo demasiado etéreo, permítame el lector bajar a tierra de verdad con un ejemplo. Existe en los alrededores de Madrid una autovía, la A-42, que llega hasta la capital de Castilla-La Mancha, Toledo. La distancia entre ambas es de apenas 70 kilómetros. A lo largo de su trazado, además de grandes ciudades del área metropolitana madrileña (Leganés, Getafe, Parla, Fuenlabrada) hay una serie de localidades, ya en territorio castellanomanchego, en las que viven decenas de miles de personas que acuden a diario a sus trabajos en Madrid.

El resultado es que la A-42 vive atascos endémicos, en los que esos conductores pasan (y pierden) millones de horas al año, mientras queman inútilmente gasolina y gasóleo. A veces, la carretera está ya atascada a 35 kilómetros de Madrid. Una de esas situaciones que es de libro corregir, por muchas razones sobre las que al lector informado no es necesario ilustrarle.

¿Qué se ha hecho para enmendarlo hasta ahora? Una línea de tren de alta velocidad Madrid-Toledo, para uso de turistas y habitantes de la capital toledana, y una autopista de peaje que no usa nadie. Dos ejemplos deslumbrantes, o escandalosos, de las idioteces que hasta ahora hemos hecho con los recursos de que hemos dispuesto para acometer inversiones estratégicas.

La solución que dicta la inteligencia, de efecto inmediato y generadora de beneficios incontables, es unir las dos ciudades con una línea de ferrocarril de cercanías que pase por los puntos claves intermedios, saque coches de la autovía y de paso se los reste a la ya muy saturada área metropolitana madrileña.

Proyecto hay, desde hace décadas. Voluntad de hacerlo, como se ve, muy inferior a la que había para que un presidente autonómico presumiera de tener un ramal de AVE hasta su casa o alguien construyera una autopista hoy en desuso. Tampoco ayuda que la obra esté repartida entre dos comunidades, cuya descoordinación es proverbial. Si la A-42 sigue atestada, y se hacen otras cosas, ya sabremos en qué queda tanta bella idea.